[Publicada en Quimera 470 en febrero de 2023]
Por Franco
Chiaravalloti
Allá por el
año 2014, cuando se pensaba que el libro electrónico había llegado para
quedarse y que arrasaría con el formato en papel, Javier Blasco, catedrático de
Literatura de la Universidad de Valladolid, me preguntó si tenía algún texto
para inaugurar una editorial exclusivamente de libro electrónico y que
funcionaría como spin-off de la misma
universidad. Así nació Tangos en prosa,
un libro de cuentos que recopila textos de épocas distintas, desde el año 2006 al
2019. La edición que presentamos ahora, de la mano de Trampa Ediciones, está
revisada y bastante corregida: descarté tres cuentos con los que ya no me
identificaba e introduje uno de 2019. También cambiamos el orden. Buscamos un
recorrido más orgánico, que permitiera una lectura más fluida y que no siguiera
un orden cronológico. Por eso casi me parece un libro nuevo.
Al leerlos, mi impresión fue la de enfrentarme a un catálogo de tu habilidad para sumergirte en miradas muy diversas, con modos de expresión sumamente variados. ¿Qué significa el cuento para vos? ¿Qué te permite?
Confieso que
soy más de novela que de cuento. Por eso, para mí, los textos cortos son un
espacio de completa experimentación, de búsqueda, de laboratorio. Al releer los
Tangos ahora, me doy cuenta de que
estaba ensayando estilos distintos. Hay cuentos con una prosa más orgánica,
musical (le doy muchísima importancia a la prosodia, a la musicalidad de la
prosa, que es hacia donde tiende mi escritura), y otros más contenidos, con un
lenguaje más neutro y donde importa más la imagen, el concepto.
Pienso que
cada texto pide un estilo y un tono distintos. En este sentido, me parece que
cuando escribo me pongo al servicio de la voz que narra el texto. No la fuerzo,
solo escucho su dictado y le hago caso. Sobre todo, lo que no quiero es que se
vea al escritor. Intento desaparecer del texto, que no se note mi presencia,
que el narrador o narradora no sean la misma persona que soy yo. Me interesa calzarme
los zapatos de otro, imaginar otra conciencia y otra mirada del mundo, la que
sea que esté contando esa historia.
Sin duda que hay una variedad de géneros: humor, terror, drama, histórica, monólogo interior, nostálgico, juvenil... ¿Por qué tangos? ¿A qué responde el título?
El título
responde a que todos los cuentos nos narran historias que son «un tango», en el sentido de que los personajes
se lamentan de lo perdido, sienten nostalgia, se quejan por algo injusto. El
título responde al imaginario del tango (en cuanto a las letras), pero también
a ese tono a veces nostálgico, a veces pasional de la música del tango. Pero no
solo hay drama sino también humor. La ironía, ese humor triste y resignado,
siempre termina por aparecer en mi escritura. La ironía es un concepto que
viene del coro griego, que comentaba las acciones que transcurrían en la
tragedia. La ironía permite eso, alejarse, mirar las cosas desde un costado. El
comentario termina por quitarle hierro al asunto, y eso suele provocarnos como
mínimo una sonrisa.
Los temas y ambientes son muy diversos también. Desde reescrituras de mitos griegos, cuentos que transcurren en la América precolombina, un cuento de un vampiro músico de jazz, el de una anciana que vive en las sierras de Córdoba con pasado nazi, o ese de las ratas de biblioteca. ¿Cómo nacen los cuentos?
Esta
pregunta es difícil porque yo soy de esas escritoras que no programan lo que
van a escribir. Soy de las que trabajan al dictado de algo misterioso. Algunos
lo llaman voz, yo lo llamo simplemente escribir. Es como si al escribir se
activara un mecanismo que no necesariamente responde a una idea preconcebida. Sin
embargo, sí hay cuentos que nacen de imágenes, como la del vampiro que es pianista
de jazz, y que se inspira en una escena que me pasó de verdad: yo estaba en una
casa de campo y, al anochecer, un murciélago medio despistado se metió por la
ventana y fue a aterrizar encima de un piano. Otro cuento es el del fin del
mundo maya, que escribí en 2012, y salió algo raro, porque es un cuento de
ciencia ficción narrado con un castellano antiguo. Para conseguir ese estilo,
leí crónicas de la conquista. O el cuento de Heliogábalo, que tiene un tono
elegíaco, propio de la época en que vivió este noble romano. El cuento de las
ratas, en cambio, nació de un concurso, donde el requisito para presentarse era
que la historia transcurriera en una biblioteca. Evidentemente, lo primero que
pensé es en la expresión «ratón de biblioteca». Ahora me doy cuenta de que parte de la inspiración nace
también de la propia literatura, de imitar estilos, del trabajo artesanal con
el propio lenguaje.
Por último, ¿cuáles son tus referentes?
Acá voy a hacer trampa y voy a hablar de cuentos que me gustan mucho. Pero no sé si pueden ser referentes de los míos. Hay un cuento de Carson McCullers, «El aliento del cielo», que cada vez que lo leo me provoca una sensación de fracaso y tristeza enorme: trata de un tipo que solo publicó una novela; está en una fiesta de escritores porque se ha escapado del infierno que vive en su casa con su mujer, con la que se la pasa bebiendo y peleando. Otro cuento que me fascina es «Los carros de fuego», de Mario Levrero, en el que un tipo se empeña en conseguir un gato y, en su búsqueda, se sube a un autobús, llega a un barrio de las afueras y se obsesiona con jugar a la lotería; es un cuento delirante, ese dejarse llevar durante el acto de escribir me fascina y me divierte a raudales. Por último, cito los cuentos de Cynthia Ozick; en realidad admiro todo lo que ella escribe, porque consigue cosas que adoro: conversar con la tradición, una constante ironía, un estilo desenfadado y desparpajo en abundancia.