rumiar la biblioteca: Roberto Bolaño
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lunes, 9 de junio de 2014

Eros/Tánatos: Neuman, Bolaño, Bataille

Roberto Bolaño, El gaucho insufrible,
Barcelona, Anagrama (2003)
Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los impotentes lo único que desean es follar. Los castrados lo único que desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar.




George Bataille, Las lágrimas de eros (1971),
trad. de David Fernández,

Barcelona, Tusquets (1997)

A decir verdad, el sentimiento de incomodidad, de embarazo, con respecto a la actividad sexual, recuerda, al menos en cierto sentido, al experimentado frente a la muerte y los muertos. La "violencia" nos abruma extrañamente en ambos casos, ya que lo que ocurre es extraño al orden establecido, al cual se opone esta violencia. Hay en la muerte una indecencia, distinta, sin duda alguna, de aquello que la actividad sexual tiene de incongruente. La muerte se asocia a las lágrimas: tanto el objeto de la risa como el de las lágrimas se relacionan siempre con un tipo de violencia que interrumpe el curso regular, el curso habitual de las cosas. Las lágrimas se vinculan por lo común a acontecimientos inesperados que nos sumen en la desolación, pero por otra parte un desenlace feliz e inesperado nos conmueve hasta el punto de hacernos llorar. Evidentemente el torbellino sexual no nos hace llorar, pero siempre nos turba, en ocasiones nos trastorna y, una de dos: o nos hace reír o nos envuelve en la violencia del abrazo.




Andrés Neuman, Hablar solos,
Madrid, Alfaguara (2012)
Después de aclarar mis dudas médicas, él permite que me desahogue. Me observa llorar desde la distancia justa: ni demasiado cerca (para no invadirme) ni demasiado lejos (para no desampararme). En ese punto se abstiene de intervenir. Solo me mira y, de vez en cuando, esboza una sonrisa. Diría incluso que hay cierto amor en ese silencio suyo. Un amor puede que enfermo, como impregnado de la materia con la que trata. Cuando se me acaba el llanto, me asalta la sensación de estar desabrigada. Entonces Ezequiel sí viene a protegerme, me da calor, me abraza, me besa el pelo, me susurra al oído, me acaricia, me aprieta, me mete la lengua en la boca, me desviste, me araña, se restriega contra mí, me rompe la ropa interior, me muerde entre las piernas, me inmoviliza los brazos, me penetra, me viola, me consuela.

lunes, 19 de mayo de 2014

Sobre el miedo: Bolaño, Grossman, Barthes

Roland Barthes, El placer del texto,
trad. Nicolás Rosa, Madrid,
Siglo XXI (2007)
Proximidad (¿identidad?) entre el gozo y el miedo. [...] el miedo es la clandestinidad absoluta no porque sea "inconfesable" (todavía hoy día es difícilmente confesable) sino porque escindiendo al sujeto, pero dejándolo intacto, no tiene a su disposición más que significantes similares: el lenguaje delirante no es accesible a quien lo escucha nacer en él. "Escribo para no volverme loco", decía Bataille —queriendo decir que escribía la locura—; pero ¿quién podría decir: "Escribo para no tener miedo"? ¿Quién podría escribir el miedo (lo que no quiere decir narrarlo)? El miedo no expulsa ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados. (Sin hablar del caso cuando escribir da miedo.)



Roberto Bolaño, 2666,
Barcelona, Anagrama (2004)
¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia.



Vasili Grossman, Vida y destino,
trad. Marta Rebón, Barcelona,
Galaxia Gutenberg (2007)
Una vez, durante su último año de universidad, Shtrum había lanzado al suelo un ejemplar de Pravda y dicho a un compañero de curso:
—¡Es un aburrimiento mortal! ¿Cómo puede leerlo alguien?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el miedo se apoderó de él. Recogió el periódico, lo sacudió y esbozó una sonrisa extraordinariamente abyecta, tanto que muchos años más tarde se le subía la sangre a la cabeza cada vez que recordaba aquella sonrisa perruna.
Unos días después le extendió a aquel mismo compañero un número del Pravda y le dijo en tono jovial:
—Grisha, léete el editorial, está muy bien escrito.
Su compañero, cogiendo el periódico, le dijo con voz compasiva:
—Estaba lleno de miedo el pobre Vitia... ¿Piensas que voy a denunciarte?
Entonces, todavía estudiante, Shtrum se hizo el juramento de callarse, de no expresar en voz alta pensamientos peligrosos o, si lo hacía, no acobardarse. Pero no mantuvo su palabra. A menudo perdía la prudencia, se encendía, metía la pata, y, metiendo la pata, perdía el coraje e intentaba apagar el fuego que él mismo había encendido.


lunes, 6 de mayo de 2013

Bolaño o el escritor persistente

Archivo Bolaño, CCCB, Barcelona:

Letra pequeñita, prolija, en devenir continuo de cuaderno en cuaderno, de dibujito a mapa, de carta a confesión; letra desnudo-íntima de ese escritor que se sabe auténtico, extasiado e insobornable, encaprichado por ese ininterrumpido discurrir de un bolígrafo que seca la tinta mientras repasa las páginas como único lector.
Fetichismo ordenado y catalogado para la avidez de este otro lector voyeur, el mismo que recorre y husmea de vitrina en vitrina un material que en su momento apenas si interesaba. 

Salgo del museo y en eso pienso, en que entonces a nadie interesaba ese estoico héroe mítico de nuestro tiempo. El escritor persistente. El escritor obcecado y testaruro, fanático de sí mismo, ciego ante la belleza de su propia palabra.

A punto de bajar al metro me pregunto cuántos críticos y editores y escritores merodearon al Bolaño de entonces, mal-leyeron al Bolaño considerado mediocre-escritorucho de entonces sin adivinar en esos textos al Bolaño futuro. Sin descubirlo o menospreciándolo o acallándolo o robándolo. Desciendo las escaleras todavía preguntándome si el crítico o el editor es lo suficientemente valiente para descubrir. Si existe eso llamado criterio, la lectura generosa que advierte el talento en el texto mecanografiado. Si no es quizá este fantasma el terror del editor.
Si no es más bien el escritor obstinado quien deja bien claro que no tiene intenciones de pasar inadvertido.

Se abren las puertas del vagón; me hago sitio como puedo. Recuerdo una frase dicha por el talentoso falsificador Elmyr de Hory (posiblemente de Duchamp) en la película Fraude de Welles: si se cuelga un cuadro en un museo y se lo deja el suficiente tiempo, termina por convertirse en una auténtica obra de arte. En un objeto tan valioso que origina peleas de gallos. Gallos-marchantes, polluelos-editores, huevecitos-críticos a punto de romper el cascarón.

Desde luego que esos cuadernos apretados solo nos importan después de Bolaño.