rumiar la biblioteca: Marta Rebón
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lunes, 5 de febrero de 2018

Marta Rebón o la traducción como buceo

Marta Rebón, La ciudad líquida, Barcelona, Caballo de Troya (2017)
https://www.megustaleer.com/libro/en-la-ciudad-liquida-caballo-de-troya-2017-6/ES0153599

Libro de crónicas o biografía construida por lecturas que parece responder al concepto presentado en "Desembalo mi biblioteca" de Benjamin, es decir, la lectura como autobigrafía, pero al mismo tiempo la traducción como ventriloquía o buceo:


"Cuando empecé a pasar textos literarios de una lengua a otra, ignoraba que ocuparse de traducir libros es como enfundarse a diario el mono de buzo. Hay que sumergirse en las profundidades de una voz ajena que, si es lo suficientemente embriagadora, sugestiva e inteligente, logra hundirte en una placentera suspensión del tiempo, como si flotaras en una suerte de líquido amniótico."
Sin duda que En la ciudad líquida, la isla entre traducción y traducción, es un libro que destaca más por los conceptos o la manera en que está construido (texto, citas, fotografías) que por su estilo. Marta Rebón escribe con una notable sobriedad, algo parecido a lo que Barthes llamó "grado cero de la escritura", y uno se pregunta hasta qué punto no responde a sacudirse el agua del estilo de los escritores que va traduciendo continuamente. Aunque tal vez escribir, como afirma Rebón, es "un homenaje prolongado a la imperfección".

lunes, 10 de agosto de 2015

Liudmila Ulítskaya o el lector intérprete

Liudmila Ulítskaya, Daniel Stein, intérprete (2006), trad. de Marta Rebón, Barcelona, Alba (2013)
http://www.albaeditorial.es/php/sl.php?shop.showprod&nt=7455&ref=97884-84288602&fldr=0#.Vb4Mkvl9lko

Recopilar y rellenar, inventar cuando lo necesita la novela, hacer collage con documentos, cartas, entrevistas, notas oficiales y todo aquello necesario o disponible o no tanto para que el lector interprete. Lector intérprete, como Daniel Stein, de cuya historia versa este texto, un judío polaco que siempre estuvo del otro lado, del lado de la dificultad. Cuando los nazis, fue intérprete de la Gestapo; cuando se fue a vivir a Israel, un sacerdote católico. Todo al revés. 

Por eso la misma Ulítskaya que también es personaje/comentarista de eso que viene construyendo, dice:
"Me reservo el derecho, como siempre, al fracaso rotundo. Tal vez sea el mayor lujo que se pueda permitir un autor en esta época de relaciones de mercado."

Pero diríase que con Daniel Stein Ulítstkaya construye (o deconstruye) un lúcido recorrido por los que ya son mitos del siglo XX: Segunda Guerra Mundial, Holocausto, Israel.
Un libro excelente.


"[...] la misma existencia de Israel no se garantiza sino con la perpetua resistencia al amenzante mundo árabe."


"[...] cualquier actividad intelectual puede ser considerada un acto terrorista contra los cánones establecidos, tanto en el campo de la ciencia como en el de la cultura y en el de la sociología."


"Pensé que esta división tan sencilla, entre nazis y judíos, entre asesinos y víctimas, entre buenos y malos, en realidad no era tan sencilla."


lunes, 11 de mayo de 2015

La novela deejay III

Si imaginamos un destino de la literatura similar al destino de la música, en el sentido en el que hoy aplaudimos y celebramos y adoramos al deejay como si de una estrella de rock o de un concertista virtuoso o de un afamado compositor se tratara, y celebramos su trabajo, es decir, el de poner discos, como arte, o mejor dicho, celebramos su collage y su mixtura y su capacidad de navegar por el tiempo y la tradición, de hacer tremolar el tiempo sobre diferentes bases, y extrapolamos el fenómeno al libro, o mejor, al libro electrónico, y pensamos que el escritor dejará de ser ese juntapalabras o el que busca estilo y construye una escritura, y que su función se habrá desplazado hacia un diseñador-maquetador con talento, con conocimientos de programador, que fabrique collages y corta-pegas y links de navegación por las grandes obras de todos los tiempos y aplaudamos su trabajo, lo celebremos como gran hacedor de los tiempos por venir, y colaboremos para que pueda ganarse la vida con mucha mayor soltura que un escritor, porque tal y como dicen algunos, y no sin razón, con semejante tradición para qué escribir o reescribir, o contestar y dialogar con esa tradición, quizá sea suficiente con manipularla y fragmentarla y servirnos de ella para contar la historia que queramos, para seguir ejecutando el hecho literario.

Por ejemplo, yo podría continuar con el montaje de una autobiografía in progress, que ya comenzara con el post La novela deejay y La novela deejay II utilizando una página de Mentiras de mujeres de Liudmila Ulítskaya como reflejo de mi propio humor anarcofeminista que de tanto en tanto ataca rotundo y se inmiscuye en las reuniones de amigas:






lunes, 19 de mayo de 2014

Sobre el miedo: Bolaño, Grossman, Barthes

Roland Barthes, El placer del texto,
trad. Nicolás Rosa, Madrid,
Siglo XXI (2007)
Proximidad (¿identidad?) entre el gozo y el miedo. [...] el miedo es la clandestinidad absoluta no porque sea "inconfesable" (todavía hoy día es difícilmente confesable) sino porque escindiendo al sujeto, pero dejándolo intacto, no tiene a su disposición más que significantes similares: el lenguaje delirante no es accesible a quien lo escucha nacer en él. "Escribo para no volverme loco", decía Bataille —queriendo decir que escribía la locura—; pero ¿quién podría decir: "Escribo para no tener miedo"? ¿Quién podría escribir el miedo (lo que no quiere decir narrarlo)? El miedo no expulsa ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados. (Sin hablar del caso cuando escribir da miedo.)



Roberto Bolaño, 2666,
Barcelona, Anagrama (2004)
¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia.



Vasili Grossman, Vida y destino,
trad. Marta Rebón, Barcelona,
Galaxia Gutenberg (2007)
Una vez, durante su último año de universidad, Shtrum había lanzado al suelo un ejemplar de Pravda y dicho a un compañero de curso:
—¡Es un aburrimiento mortal! ¿Cómo puede leerlo alguien?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el miedo se apoderó de él. Recogió el periódico, lo sacudió y esbozó una sonrisa extraordinariamente abyecta, tanto que muchos años más tarde se le subía la sangre a la cabeza cada vez que recordaba aquella sonrisa perruna.
Unos días después le extendió a aquel mismo compañero un número del Pravda y le dijo en tono jovial:
—Grisha, léete el editorial, está muy bien escrito.
Su compañero, cogiendo el periódico, le dijo con voz compasiva:
—Estaba lleno de miedo el pobre Vitia... ¿Piensas que voy a denunciarte?
Entonces, todavía estudiante, Shtrum se hizo el juramento de callarse, de no expresar en voz alta pensamientos peligrosos o, si lo hacía, no acobardarse. Pero no mantuvo su palabra. A menudo perdía la prudencia, se encendía, metía la pata, y, metiendo la pata, perdía el coraje e intentaba apagar el fuego que él mismo había encendido.