rumiar la biblioteca: mayo 2013

lunes, 27 de mayo de 2013

Iris Murdoch o la escritura hermafrodita









 
Iris Murdoch, El príncipe negro (1973), traducción de Camila Batlles, Barcelona, Lumen (2007) 
http://www.megustaleer.com/ficha/H416179/el-principe-negro

Me encontraba curioseando un formulario de un concurso de relatos en el que, después de solicitar los acostumbrados datos personales, e incluso antes de pegar el relato en cuestión, se exige al participante marcar la casilla de sexo (M/H) como requisito imprescindible para la correspondiente participación, y de inmediato pensé en si era relevante a tal punto de que de no marcarlo resulta imposible enviar ese relato al parecer tan sexuado. Vaya, me dije lamentándome por Tiresias y Orlando. Pobrecitos/as, no hubieran podido participar. 
 
De inmediato acudió a mi memoria una novela exquisita (fíjate, me digo, los libros entran y salen de tu "memoria" sin ningún tipo de parcialidad, como si pudieras extender la mano y rescatarlos de las baldas a tu antojo). Su protagonista: Bradley Pearson, el hilarante narrador de El príncipe negro, y algunas de sus más lúcidas reflexiones:
 
"Una obra de arte es tan buena como lo sea su creador. No puede serlo más. Tampoco puede serlo menos".
 
¿Para qué necesitarán conocer de antemano el sexo del autor del relato? ¿Existen cuotas de participación? ¿Preven cuotas de publicación? 
 
Y sigo leyendo: "Tú, y no eres el único, todo crítico tiende a hacerlo, te expresas como si estuvieras dirigiéndote a una persona con una invencible autocomplacencia; te expresas como si el artista no advirtiera nunca sus errores. Lo cierto es que la mayoría de los artistas comprenden sus fallos mucho mejor que los críticos" (p. 239); y poco después: "Pero sentía esos oscuros glóbulos en la cabeza, ese cosquilleo en los dedos que presagia el advenimiento de la inspiración" (p. 293), o más adelante: "El arte no es cómodo ni puede remedarse. El arte dice la única verdad que en definitiva importa. Es la luz por la cual las cosas humanas pueden ser enumeradas. Y más allá del arte no hay, se lo aseguro a ustedes, nada" (p. 562). 
 
Confieso que me cuesta horrores descubir (aunque puede que mis baldas se hayan caído al suelo y rumee sin acertar), siquiera entre líneas, algún matiz exclusivamente femenino ni tan siquiera un aire artificiosamente masculino sino más bien una neutralidad o universalidad del todo hermafrodita. 
 
Y adoro la hermafrodicidad narrativa. La duda-sorpresa del qué más da. La prosa ambigua, la andrógina.
 
Fíjate, me digo (qué remedio que hablarme a mí misma), que en El príncipe negro la ambigüedad no solo atañe al estilo, sino también a la trama (como dirían los formalistas rusos: forma = sentido): leemos la confesión del protagonista, confiamos en su verdad, para al poco vernos desengañados por el punto de vista del resto de personajes, de modo que apenas si podemos fiarnos de ninguno. A la manera de Otra vuelta de tuerca, de Henry James y su narradora parcial.
 
Narradores ambiguos (forma = sentido) = ¿autores o /as? Pánico a lo desconocido.
 
Quizá sea por eso que necesiten de una pista. 
 
Ojalá los participantes pudieran explayarse con esas M y esas H formando adjetivos/advervios. Ya sabéis a qué chabacanos chistes me refiero.
 
 

lunes, 13 de mayo de 2013

Mario Levrero y el onirismo

Mario Levrero, Nuestro iglú en el Ártico, Montevideo, Criatura Editora (2012)
http://www.criatura.com.uy/fondo-editorial/nuestro-iglu-en-el-artico-relatos-escogidos.html

Levrero el onírico: si uno se atreve a adentrarse en ese universo de lógica anti-vigilia, de un hilo que se ha tirado y estirado y al fin perdido o desflecado, si uno supera la culpa que trepa cuando lee La novela luminosa o El discurso vacío, ese cuasi-remordimiento de estar leyendo su diario como si fuera el de uno mismo, como si se estuviera perdiendo el tiempo con algo de lo que no somos capaces de salirnos por obsesivo-placentero, por inérsico, o dejarse seducir, con el mismo sentimiento de culpa, por la banalidad y las confesiones más vergonzosas de las que apenas si queremos acordarnos; si uno se sitúa por encima, o mejor, si uno está dispuesto a bifurcarse y estar encima y en medio y debajo de todo eso, y además apetece reírse a discreción y avergonzarse y cachondearse, si se está con ganas de entrar en paréntesis, o dejarse a la deriva con su exquisita prosa surrealista al principio, y más tarde realista y absurda, este libro es bastante aconsejable.

Una selección que propone un recorrido cronológico, un muestreo bastante completo, o al menos significativo, y que además culmina con una falsa entrevista de Levrero por Levrero mismo que podría definirse como su personal manifiesto de escritor, de sus recursos de hacedor-soñante, y que, por otra parte, funciona como manual de instrucciones para afrontar sus pasillos.

Y digo pasillos porque estos relatos se asemejan a corredores o laberintos que los personajes construyen sin premeditación, como rastros de un mapa que toma forma una vez que los pasillos han sido recorridos, como la brillosa baba de un caracol que va buscando algo indefenido y que termina transformándose en algo distinto. 


lunes, 6 de mayo de 2013

Bolaño o el escritor persistente

Archivo Bolaño, CCCB, Barcelona:

Letra pequeñita, prolija, en devenir continuo de cuaderno en cuaderno, de dibujito a mapa, de carta a confesión; letra desnudo-íntima de ese escritor que se sabe auténtico, extasiado e insobornable, encaprichado por ese ininterrumpido discurrir de un bolígrafo que seca la tinta mientras repasa las páginas como único lector.
Fetichismo ordenado y catalogado para la avidez de este otro lector voyeur, el mismo que recorre y husmea de vitrina en vitrina un material que en su momento apenas si interesaba. 

Salgo del museo y en eso pienso, en que entonces a nadie interesaba ese estoico héroe mítico de nuestro tiempo. El escritor persistente. El escritor obcecado y testaruro, fanático de sí mismo, ciego ante la belleza de su propia palabra.

A punto de bajar al metro me pregunto cuántos críticos y editores y escritores merodearon al Bolaño de entonces, mal-leyeron al Bolaño considerado mediocre-escritorucho de entonces sin adivinar en esos textos al Bolaño futuro. Sin descubirlo o menospreciándolo o acallándolo o robándolo. Desciendo las escaleras todavía preguntándome si el crítico o el editor es lo suficientemente valiente para descubrir. Si existe eso llamado criterio, la lectura generosa que advierte el talento en el texto mecanografiado. Si no es quizá este fantasma el terror del editor.
Si no es más bien el escritor obstinado quien deja bien claro que no tiene intenciones de pasar inadvertido.

Se abren las puertas del vagón; me hago sitio como puedo. Recuerdo una frase dicha por el talentoso falsificador Elmyr de Hory (posiblemente de Duchamp) en la película Fraude de Welles: si se cuelga un cuadro en un museo y se lo deja el suficiente tiempo, termina por convertirse en una auténtica obra de arte. En un objeto tan valioso que origina peleas de gallos. Gallos-marchantes, polluelos-editores, huevecitos-críticos a punto de romper el cascarón.

Desde luego que esos cuadernos apretados solo nos importan después de Bolaño.