rumiar la biblioteca: Quimera
Mostrando entradas con la etiqueta Quimera. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Quimera. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de octubre de 2024

Conversación con Franco Chiaravalloti a propósito de "El teatro perpetuo"

 

Franco Chiaravalloti, El teatro perpetuo, Madrid, Tres hermanas (2024)

https://treshermanaslibros.com/libro/el-teatro-perpetuo/

[Publicado en Quimera 489, septiembre de 2024]

 

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) acaba de publicar El teatro perpetuo (Tres Hermanas, 2024), un libro de cuentos que abunda en el dolor, tanto físico como emocional, y que nos invita a reflexionar sobre el papel que asumimos dentro de nuestras propias familias, como si al final la vida no fuera más que una constante escena teatral.

 

Después de esa especie de libro de viajes que es Insular —tu anterior libro de cuentos—, leo El teatro perpetuo como un recorrido más intimista. El viaje aquí no viene a mostrarnos el exotismo y la multiplicidad cultural, sino que abunda en cuestiones generacionales, como la de perder a los padres y asumir ciertas responsabilidades de cuidador. Estos cuentos me resultaron emotivos y duros, porque reflejan experiencias con las que empezamos a enfrentarnos los de la “segunda edad”. ¿Había una intención en reflejar esta experiencia o simplemente apareció?

 

La premisa de El teatro perpetuo fue aflorando en mí poco a poco, a partir de ciertas vicisitudes personales. Como bien dices, la llamada “segunda edad” nos enfrenta a la cuestión de la caducidad de los padres de modo repentino, sin darnos tiempo a prepararnos para ello. Nos preguntamos cuánto hemos de cuidarlos, hasta cuándo estarán con nosotros. Un día, empiezas a hablar de artrosis o a notar en casa eso que los japoneses llaman kareishu, olor a anciano. El deterioro es más visible, y quizás debido a ello los días se suceden con más velocidad: el calendario fustiga, el freno de mano no responde, siempre hay un nuevo incendio que apagar. Esos ecos gestaron la materia prima con la que ideé unos personajes cuyo refugio es diferente al de los protagonistas de Insular, que eran mujeres y hombres en busca de la evasión bien lejos de su lugar de origen, en entornos hostiles o inhóspitos. En El teatro perpetuo, en cambio, el cobijo es el hogar. La casa se vuelve placenta. Y es aquí donde aplico, aunque en clave realista, un procedimiento propio del terror, habitual, por ejemplo, en los relatos de Shirley Jackson: el de la casa profanada. Toda casa supone la corporización del mundo interior de sus moradores; es fuente de protección, amparo ante las inclemencias. Si la amenaza que viene a destruir la propia integridad no proviene de fuera sino de las entrañas de la casa —ese territorio cuyas reglas, supuestamente, fueron escritas por nosotros mismos—, es entonces cuando comienza a operar el terror.

 

También hay violencia, a veces patriarcal, a veces impulsiva. Hay sangre, imposiciones, machismo. Es interesante cómo enfocas la mirada desde la perspectiva femenina, cómo esta vez te has calzado zapatos de mujer incluso más que en Insular. Puede que nos falte mucho recorrido para entender el mundo desde perspectivas que no sean masculinas. ¿Qué te permite la mirada femenina? Hago esta pregunta y al tiempo soy consciente de que tal vez a una mujer no se le preguntaría «qué te permite la mirada masculina».

 

En Esos de ahí afuera, mi segundo libro de cuentos —publicado en 2015 por el sello Talentura—, ya había incursionado en el ejercicio de narrar a partir de voces femeninas. Yo suelo escribir para salir de mí, para entender las miradas que me rodean, las motivaciones ajenas, ya sea si esa mirada pertenece a mi mamá, a un navegante ruso o a una niña paraguaya con dolor de muelas. Por eso escribo cuento: porque ante cada historia puedo sumergirme aún en más miradas.

Varios de mis cuentos surgieron de entrevistas. Uno de ellos es «Para que nunca te falte de nada», de El teatro perpetuo, que nació tras una extensa charla que mantuve con Deborah, una prostituta retirada de la calle Robadors, en el Raval barcelonés. En ese texto no solo busco reflejar algunas de sus vivencias —una vida plagada de latigazos—, sino también capturar su tono al hablar, una voz locuaz, serpenteante, llena de energía. El cuento «Puerto de la Cruz», por su parte, lo escribí a partir de un suceso de violencia de género sufrido por una persona muy cercana a mí. A toda esa argamasa le doy forma narrativa, le añado detalles o acentúo rasgos que beneficien la historia. La moldeo según mis intereses. Así es como ejercito la alteridad.

Además, me atrae acercarme a los silencios ajenos y fabular. Y la familia —tema central de El teatro perpetuo— suele estar plagada de silencios, historias contadas a medias incluso en familias sin una historia turbulenta detrás. Esos secretos se enquistan, se vuelven escollo, nos restringen la existencia. En el cuento «El otro Eric», por ejemplo, el protagonista descubre una vertiente secreta de su madre justo antes de verla morir, un secreto en el que prefiere no indagar para seguir habitando en el relato sobre el que construyó su vida.

Volviendo al tema de las voces femeninas, soy consciente de que escribir desde el punto de vista de una mujer puede llamar la atención del lector, una atención que manifiesta que no es tan habitual que un hombre escriba como mujer. Te confieso que antes me sentía un intruso, que estaba invadiendo un territorio que no me pertenece. Me preocupaba que la lectora o el lector sintiera un cortocircuito al leer el cuento y después ver mi foto en la solapa. Un día me pregunté ¿y por qué no puedo hacerlo? Hoy no me gusta que el lector piense «oh, mira, un hombre escribiendo con voz de mujer». No me interesan esos lectores. Creo que deberíamos empezar a superar esa forma de leer. Durante siglos, y aún hoy, miles de mujeres escriben novelas con la voz y el punto de vista de un hombre y no suele suscitar ese comentario. Ello se debe a que, en general, las mujeres escritoras han leído siempre más hombres que mujeres, y los hombres escritores también hemos leído más hombres que mujeres. La tendencia está cambiando, pero aún queda mucho por hacer.

 

 

El registro es generalmente realista, pero en algunos cuentos está como desplazado o enrarecido, casi fantástico (aunque no totalmente). A mí este mínimo desplazamiento del realismo siempre me entusiasma, porque expande la imaginación, ofrece otras realidades posibles (u otras maneras de mirar/percibir/entender la realidad). ¿Crees que el enrarecimiento es propio de la tradición rioplatense?

 

Me interesa producir una literatura que abra solo una hendija de la puerta, no la puerta entera, historias en las que, como dije antes, predominen los silencios. Es otra de las razones por las que elijo el cuento, ya que la brevedad obliga a encuadrar, a no mostrar lo importante de una historia sino a sugerirlo. A callarlo. Y los silencios son inquietantes. En la literatura y en la vida. Nos empujan a dar con una respuesta de la que no estamos seguros: conjeturamos, atamos cabos, indagamos, nos topamos con muros. Este procedimiento origina una literatura que, parafraseando a Kafka, no es un alambre tendido en lo alto sino que está bien cerca del suelo, hecho más para tropezar que para andar por él.

Y esto, ya lo he dicho, también pasa en las familias, donde no faltan las historias ocultas, las vergüenzas maquilladas con un abrazo a medias, o con un delicioso plato de fideos con pesto. Come y calla. Pero las preguntas siguen ahí, enraizando en nosotros.

Lo fantástico también vive de los silencios. De la duda irresuelta, como dijera Todorov. O del enrarecimiento, en tus propias palabras. Por eso el cuento y el fantástico casan tan bien. Latinoamérica en general y la esfera rioplatense en particular han sido siempre un campo fértil para el desarrollo de este tipo de literatura, ese fantástico sutil, casi cotidiano, no solo porque ha sido cuna de los grandes maestros que marcaron el camino sino también porque su tradición ha sido edificada con una mirada cosmopolita, un cóctel de influencias, desde la anglosajona y la francesa hasta la tradición oral de los pueblos originarios. El resultado es un tratamiento más poético de lo fantástico, menos funcional del que se suele trabajar en España.

Y esa manifestación aún late con estridencia a ambas orillas del Plata. La prosa salvaje y misteriosa de Onetti, los saltos al vacío de Osvaldo Lamborghini, los ecos de Borges, Bioy, Ocampo o Cortázar hoy cobran forma en la incómoda inquietud de los cuentos de Samanta Schweblin, en la sensibilidad de Alejandra Kamiya, en la intensidad de Marcelo Luján, en la prosa afilada de Valeria Correa Fiz o en la inacabable versatilidad de Andres Neuman, por poner solo algunos ejemplos.

 

 

El cuento con que se cierra el libro, «Abrasadoramente», es muy enigmático y poético: me quedé pensando: ¿es la muerte? ¿La violencia? ¿El dolor? ¿La guerra? El fraseo es muy orgánico, casi acuático o de aire moviéndose. Luego está «Basura» que trabaja más bien con el humor y la ironía. Creo que invitas al lector a un viaje también desde el lenguaje. No solo porque utilizas distintas temáticas y técnicas narrativas, sino también porque he notado un trabajo muy consciente en cuanto a registros del castellano dependiendo de quién es el narrador o en qué espacio geográfico se sitúa el cuento.

 

Con «Abrasadoramente» me propuse un experimento: lo escribí a poco del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, y por entonces estaba imbuido por los sentimientos que me causaba este conflicto y mis lecturas sobre geopolítica. Entonces a mi mente aterrizó una imagen, que creo haber visto en Internet perdida por ahí: la noria abandonada y oxidada del parque de atracciones de Prípiat, el poblado más cercano a la central nuclear de Chernóbil. Era el detalle más significativo del skyline de esa ciudad en ruinas. Con todo eso me puse a escribir sin parar, sin pensar, de una sentada, sin tener idea adónde llegaría. Tardé veinticinco minutos en obtener la primera versión. (En Obabakoak, Bernardo Atxaga sugiere hacerlo en cinco minutos; vale, me he pasado un poco). No lo corregí demasiado; de hecho, la versión que terminé publicando es bastante parecida a la primera. Así me salió un narrador colectivo que relata el intento de los sobrevivientes de una guerra de iniciar una revolución subidos a una noria desprendida de su eje. El vértigo que sentí al escribir ese cuento se tradujo en el argumento, ya que era el mismo vértigo de los personajes al desprender la noria y hacerla girar.

Es interesante que hayas percibido humor e ironía en «Basura», porque mi intención inicial era escribir un texto dramático con tintes kafkianos y cierta dosis de terror, siempre dentro del realismo. En este cuento hay también vértigo, el que sienten Cloe y Javier, los protagonistas, cuando precipitan su decisión de irse a vivir juntos, de construir con urgencia una vida en común antes de que se entrometa cualquier imprevisto que ponga en evidencia sus miserias.

Y la adecuación para mí es fundamental, es una obligación. La disfruto. Disfruto capturar giros, jergas, entonaciones. Me entusiasma indagar en las diversas variantes de nuestra lengua, así como en los registros y puntos de vista de quienes protagonizan las historias. Me travisto en cada cuento. Este es un procedimiento que he seguido en todos mis libros previos. No sé si alguna vez dejaré de hacerlo, si empezaré a escribir sobre mí mismo. En realidad siempre escribo sobre mí, siempre escribimos sobre nosotros, no puede haber otro modo, la autoficción no existe porque en mayor o menor grado todo es autoficción.

 

 

Para terminar, ¿cómo ves el cuento dentro del panorama actual? Por momentos pareciera que está más vivo que nunca, que se publica más y que se conecta mejor con el género.

 

Si hablamos del ámbito literario en España, percibo que en los últimos años ha habido una mayor apertura hacia la narrativa breve. Los sellos importantes alimentan sus catálogos con más libros de cuentos y menos cautela, aunque para entrar en ellos aún tienes que forjar tu recorrido con novelas previas o mediante premios literarios que te abran la puerta. Es decir: los editores aún arrugan la nariz ante el manuscrito de un libro de cuentos. La novela sigue siendo la medida de todas las cosas. He participado en numerosas presentaciones o charlas en las que me preguntan “¿para cuándo la novela?”, como si el cuento fuera un campo de entrenamiento. ¡Año 2024 y seguimos hablando de esto!

Además, el cuento en España vive en un limbo sempiterno: no tiene la popularidad de la novela ni el prestigio de la poesía. Los cuentistas estamos obligados a publicar al menos un libro de uno u otro género para que alguna entidad supraliteraria nos preste atención y nos ponga en el mapa. A mí me importa tres pepinos. Hasta que no sienta una verdadera necesidad de hacer otra cosa, yo voy a seguir escribiendo cuentos.


lunes, 30 de octubre de 2023

Conversación con Ale Oseguera a propósito de "Mi rostro es un mapa de mi cuerpo"

 

Ale Oseguera, Mi rostro es un mapa de mi cuerpo, Madrid, Esto no es Berlín (2022)

https://www.estonoesberlin.com/libros/mi-rostro-es-un-mapa-de-mi-cuerpo-ale-oseguera/

[Publicado en Quimera 477, septiembre de 2023]

Poeta, actriz y periodista, autora de los poemarios Tormenta de Tierra (2016) y Un hotel de cinco estrellas sobre un cementerio (2019) y de la novela Realidad del Mono (2020), Ale Oseguera (Guadalajara, México, 1982) acaba de publicar el poemario Mi rostro es un mapa de mi cuerpo (Esto no es Berlín, 2023), un viaje circular alrededor de la construcción de la identidad: cómo ponerla en escena, cómo diseñarla cuando nos vemos obligados a hacerlo. «El centro del viaje es origen que también es destino», se nos dice aquí. Pero raro es que quien emprende el viaje no se transforme por el camino.

 

En Mi rostro es un mapa de mi cuerpo me encontré con un viaje circular puesto en escena. Ese viaje circular nace de la obligatoriedad de definirse, de construir una identidad. Pareciera que como mujer-poeta-inmigrada-sin hijos, la sociedad te obligara a explicar quién eres. ¿Crees que el cuerpo es la identidad?

El cuerpo no es la identidad. O no lo es únicamente. Sin embargo, sus heridas sí que condicionan la identidad. Según Silvia Federici, el cuerpo es testimonio de nuestras penas, luchas y alegrías. En el cuerpo, dice, «se pueden leer historias de opresión y rebelión». El cuerpo es, además, la primera frontera a traspasar para poder realmente conocer a una persona: a una misma o a ese Otro con quien convivimos. Nuestra historia y vivencias nos forman, con ellas construimos lo que somos y eso se lee en el cuerpo. Es esto lo que exploro en el poemario.

¿Cuánto de pensar la identidad depende de no alinearse con lo que se espera de uno?

Pensarse fuera de las categorías asignadas por las clases dominantes es lo que ha dado lugar a movimientos históricos de defensa de derechos humanos: desde el fin de la esclavitud al feminismo o a los movimientos de pensamiento antiimperialista de principios del siglo pasado. Para quienes hemos nacido en pueblos y naciones con una fuerte raíz colonial y fuera de las geografías hegemónicas, es imprescindible no alinearse a los discursos dominantes. Esta no alineación es el germen de todo el proceso de descolonización que es, a su vez, importante para crear relatos y miradas propias. Pero la descolonización identitaria, esa reestructuración del pensamiento que permita la eliminación de las jerarquías por nacionalidad, color de piel u origen, también debe darse en el seno de las naciones como España o Gran Bretaña, que sometieron a tantos pueblos en el mundo. Sin un proceso de revisión y reparación histórica se perpetúan los sistemas colonialistas y las desigualdades desde el Norte al Sur global.

Me pareció sumamente interesante que este viaje circular conlleve una suerte de varias etapas: cuerpo, historia, voz, refugio. Como si el punto ciego que es el yo se viera obligado a exponerse. Y sobre todo me interesó la idea de escalera como «espacio liminal», como paso de una etapa a otra.

A partir de una exposición en un museo, en la que se usaba la escalera como escenario expositivo, Homi K. Bhabha se refiere a la escalera como un sitio intermedio, «liminal», que se vuelve hogar y no sólo lugar de tránsito. Me pareció una metáfora bellísima para describir el ejercicio de resignificación y apropiación de los espacios periféricos. Bhabha se refiere a un lugar físico, mental o identitario, fuera de los binomios. Esos sitios son propicios para la hibridez, el mestizaje y la fusión multi e intercultural.

En el poema «Espacio liminal» exploro esta idea de quedarse a vivir en la escalera, hacer del tránsito tu casa; algo que conlleva la creación de comunidades alternativas. Es decir, personas que se unen no por un pasado común (la tierra de origen, la nacionalidad), sino por su condición en el tiempo presente y su proyecto de vida a futuro. Por eso también aparece el «nosotros» en el poema. La escalera, el espacio liminal, deja de ser un lugar inhóspito y solitario para convertirse en un lugar habitable y acogedor. Esto es una referencia a las vidas migrantes, a las disidencias y a lo que Anzaldúa denomina «la frontera».

En el poemario tenemos la sensación de que las palabras son pronunciadas; hay intersecciones de voces distintas, con distintas tipografías. Además, pareciera que asistimos a un ritual o a la puesta en escena de una fórmula mágica. Las palabras también ocupan espacio, hay un diseño intencionado en la página. También vemos cierta apelación al lector, pues algún poema propone juegos interactivos. ¿Cuánto influye tu formación actoral en la escritura de poesía, en el planteamiento del poemario?

La escena y la oralidad nutren a la palabra escrita y viceversa. Esto es así desde el nacimiento de la poesía. Más adelante, en el siglo XX, para los artistas de Vanguardia, la multidisciplinaridad era el modus operandi habitual. Inspirada en toda su historia y formatos, no concibo la poesía como un acto de pura escritura, sino como un ejercicio de experimentación artística, agilidad lingüística y valentía emocional. Sin embargo, cuando la escribo, mi reto es crear un artefacto que sea lo suficientemente autónomo para que pueda emocionar y leerse sin necesidad de mi presencia. Luego viene la performance, la extensión de la palabra escrita, la expansión multidisciplinar; pero nunca he pretendido que mis poemarios sean un suvenir, el testimonio de un trabajo escénico que carece de valor propio si no me tienes delante. Si has podido, al leer mi trabajo, sentir las invocaciones, escuchar los cánticos, hacerte preguntas, sin haberme visto ni escuchado en escena, algo de mi meta habré logrado.

¿Te consideras una escritora mexicana, inserta en esa tradición, o en una más general?

Me cuesta mucho definirme con una bandera. Ni a mí ni a mis textos. Sin embargo, los marcos literarios, culturales e históricos mexicanos me son inherentes, así que México siempre está presente en mi obra. Creo que podría pertenecer a una tradición más general, puesto que mis referentes no son sólo mexicanos y no escribo sólo sobre México. Como sujeto migrante, formada en una tradición occidental pero que además, ha buscado referentes fuera de este Occidente, quizá estoy en una tradición de literaturas fronterizas, híbridas. 

¿Qué piensas de clasificar la literatura por nacionalidades?

Categorizar la literatura por nacionalidades responde a una idea antigua y muy europea que consideraba la literatura como el alma de las naciones. El carácter intermedio e híbrido de las literaturas migrantes hace que ningún canon nacional las acoja de entrada; aunque hay autores considerados de inicio migrantes que han dado el salto a cánones nacionales como Rushdie y Naipaul en Gran Bretaña o Aimé Césaire en Francia. Los autores migrantes terminan siendo encasillados bajo su condición de extranjeros, etiqueta que también presenta problemas. Uno de ellos es que se espere que únicamente produzcan relatos autobiográficos.

¿Cuál es tu familia poética o tus influencias a la hora de escribir poesía? ¿Y qué buscas como lectora de poesía?

Me interesan las poéticas no conformistas, que intenten ir más allá de su medio: ya sea el papel, la escena o el sonido. Por eso me interesaron siempre tanto las Vanguardias. Siempre cito a Eduard Escoffet cuando dice que no es casualidad que las Vanguardias de principios del siglo XX las hayan iniciado los poetas: el futurismo, el surrealismo, el dadaísmo... La poesía es germen y va por libre. Es en esa expansión en la que yo busco la poesía. Por eso me interesan tanto las propuestas de autores actuales como Laura Sam, Carlos Luna o Víctor López, que trabajan con el papel, el sonido y la música. O de creadoras como Alessandra García, Ángela Segovia, Angélica Liddell o Danilo Facelli, que unen poesía, performance y teatro. Creo que mi familia poética formativa está en la obra de Pizarnik, Baudelaire, Angelou, Sor Juana, Belli, Sabines, por mencionar sólo algunos. La actual está en ese terreno liminal que construimos quienes traspasamos las fronteras del papel y experimentamos con los formatos.

lunes, 12 de junio de 2023

Conversación con Fernanda García Lao a propósito de "Autobiografía con objetos"

 

Fernanda García Lao, Autobiografía con objetos, Barcelona, Kriller71 (2022)

https://kriller71ediciones.com/coleccion-poesia/autobiografia-con-objetos/

[Publicado en Quimera 469 en enero de 2023]

Narradora, dramaturga y poeta, Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) nos tiene acostumbrados a la sorpresa. Frases cortas y precisas que elevan nuestra percepción del mundo y nos sitúan en la azotea de las cosas. Autora de Nación vacuna (Candaya, 2020) y Sulfuro (Candaya, 2021), entre otros, publica en España el poemario Autobiografía con objetos (Kriller71, 2022). Dice aquí García Lao que «las ideas deben pronunciarse para que existan». Es así como la fuerza poética (en el sentido de hacedora de cosas) pone en pie este museo de la memoria de sus años del asombro. 

En Autobiografía con objetos me encontré con una especie de álbum de fotos y a la vez un diccionario personalísimo o un catálogo de algún museo que fue construyéndose en tu memoria. ¿A qué responde este ánimo de hacer repaso de la vida? ¿Qué fue lo que te llevó a esa voluntad de archivar? He practicado el ejercicio de la pérdida desde muy temprano. El primer exilio, obligatorio, significó distancia, anulación. Nací en tierra temblorosa, adicta a los sismos: las cosas que quedaron en Mendoza aparecieron bajo los escombros en la casa de mi abuela, producto de un terremoto que acabó con esa habitación en particular. La que guardaba lo nuestro. No hubo metáfora sino literalidad. La vida no se distrae con eufemismos. Este libro es un modo de rescatar lo perdido. En general, los inventarios se confeccionan antes. Yo lo hice después, apelando a la memoria. Pero soy bastante amnésica, es decir, quizás el olvido sea un método de supervivencia y escribir sea trabajar en contra. Sentí la tentación de recuperar. La escritura se parece a la arqueología: escarba, encuentra restos que ha de conectar, traza líneas temporales y parentescos. Asume un universo ausente. Hice auto arqueología íntima. Digo, no había tesoros que descubrir sino objetos simples que hablaron con discreción de mí. 

Al comienzo del libro, leemos una especie de advertencia donde explicas que «una biografía podría ser un repertorio de materia». Y los poemas nos presentan objetos y experiencias que parecieran inaugurales, fruto del asombro, la curiosidad o el accidente. ¿Cómo elegiste los objetos de tu autobiografía? ¿Las palabras también son objetos? ¿El lenguaje tiene cuerpo, ocupa espacio? El lenguaje es un cuerpo precioso. Y los objetos también. Ambos conversan con quien los toca, son reveladores. Decir es una elección de contacto. No da igual cualquier palabra, hacemos sintaxis de conexión. Me he pasado años buscando objetos y palabras. En el teatro, el vínculo entre persona/voz, objeto/cuerpo, y espacio/trayectoria crea un organismo único de poesía y significación. Vengo de ese vicio. De asociar cuerpos de distinta temperatura, es decir, de apelar a la discordancia. Estos objetos míos podrían ser considerados mi arquitectura efímera. Las piezas a partir de las cuales reconstruyo lo que perdí. Fueron apareciendo solos, unos trajeron a otros. Hay gente que paga trasteros porque no puede deshacerse de lo que ya no tiene lugar. Este libro es mi desván mental. Entro y salgo cuando quiero.

Tu escritura parece utilizar el lenguaje como semillas. Y la conciencia se expande en la mente del lector. Tu fuerza poética germina y consigue crear mundo. Podemos decir que ese es el misterio de la literatura. Hay en el libro muchas referencias al lenguaje de la literatura que no es el mismo que usamos como herramienta de comunicación. El lenguaje es «una bestia lúcida que mira de frente» o «el miedo escribe sin idioma». ¿Cómo trabajas con el lenguaje? ¿Hasta qué punto el lenguaje literario es capaz de describir las cosas o de crear otros mundos posibles? Oh, gracias por semejante lectura. Trabajo muy a oscuras, la verdad. Voy iluminando áreas a medida que avanzo. Como si prendiera luces de un espacio del que desconozco su dimensión. A veces encuentro sectores de tamaño generoso y otras, apenas habitaciones, un músculo o un cajón. Bachelard indagaba en la forma y, en su biología poética, habilitó un modo de escribir el mundo, donde la poesía era pariente pobre de la ciencia. O como diría María Zambrano, loca por demasiada razón, lúcida en su deliro, la poesía hace del lenguaje su lugar. Me gusta vivir ahí. Hago y deshago para perturbar al tiempo. Me seduce ocupar el mundo, probar sus instalaciones, pero la libertad de pensamiento es la única libertad. 

Eres una escritora anfibia, pareciera que trabajaras muy cerca de las fronteras de los géneros hasta conseguir desdibujarlas. También tienes la experiencia de la identidad extranjera o nómada. ¿Crees que esta borradura de fronteras en la vida repercutió en la construcción de tu poética? Creo que la escritura es una zona en sí. Y no quiero ponerle vallas ni puertas. La cabeza no las tiene. La vida me puso en marcha y la extranjería, estar fuera de lugar, duele al principio, pero es indispensable. Caminar y distanciarse, desplazar y contaminar el lenguaje, incluso quedar sin palabra, cuestiona y amplía la percepción de lo que fui. El mundo ha ido perdiendo su tamaño, es más fácil de abarcar. Antes irse era un verbo definitivo. Cuando no viajo, leo o imagino. Leer es un modo económico de mutar.

¿Te consideras una escritora argentina, inserta en esa tradición, o en una más general? ¿Qué piensas de clasificar la literatura por nacionalidades? Por momentos me considero argentina, por momentos marciana. Mi tradición existe en su impureza, como la de todos. Qué hacer con lo heredado es lo inquietante. Pero mis referentes no pertenecen sólo a mi tiempo ni a mi lugar de origen. Son mi familia espectral y, como tales, no respetan las leyes del cuerpo ni de la franja horaria. 

¿Cuál es tu familia poética o tus influencias a la hora de escribir poesía? ¿Y qué buscas como lectora de poesía? Mi familia es enorme y contradictoria. Hay decadentistas, médicos, inadaptadas, filósofas, desterradas. Algunas poetas muertas: Emily Dickinson, Mina Loy, Joyce Mansour, Olga Orozco, Anne Sexton, Marosa Di Giorgio, Susana Thénon, Juana Bignozzi. Algunas vivas: Anne Carson, Mary Ruefle, María Negroni, Robin Myers. Como lectora de poesía sólo espero dos cosas: el milagro o la gracia.

lunes, 17 de abril de 2023

Conversación con Franco Chiaravalloti a propósito de "Tangos en prosa"

 

[Publicada en Quimera 470 en febrero de 2023]

Por Franco Chiaravalloti

 Narradora y editora, Verónica Nieto (Villa Carlos Paz, Córdoba, Argentina, 1978) es autora de tres novelas: Qué haces en esta ciudad (Ril Editores, 2019), La camarera de Artaud (Trampa Ediciones, 2018) y Kapatov o el deseo (Balduque, 2015). Ahora reedita Tangos en prosa (Trampa Ediciones, 2022), una recopilación de cuentos que demuestran la versatilidad y elasticidad que ofrece la narrativa breve. Esta exploración de tonos, argumentos, personajes y territorios son un catálogo del amor de Verónica Nieto por la literatura.

 ¿Cómo nació Tangos en prosa? ¿De cuándo son estos cuentos? ¿Cómo fue el proceso de reedición?

Allá por el año 2014, cuando se pensaba que el libro electrónico había llegado para quedarse y que arrasaría con el formato en papel, Javier Blasco, catedrático de Literatura de la Universidad de Valladolid, me preguntó si tenía algún texto para inaugurar una editorial exclusivamente de libro electrónico y que funcionaría como spin-off de la misma universidad. Así nació Tangos en prosa, un libro de cuentos que recopila textos de épocas distintas, desde el año 2006 al 2019. La edición que presentamos ahora, de la mano de Trampa Ediciones, está revisada y bastante corregida: descarté tres cuentos con los que ya no me identificaba e introduje uno de 2019. También cambiamos el orden. Buscamos un recorrido más orgánico, que permitiera una lectura más fluida y que no siguiera un orden cronológico. Por eso casi me parece un libro nuevo. 

Al leerlos, mi impresión fue la de enfrentarme a un catálogo de tu habilidad para sumergirte en miradas muy diversas, con modos de expresión sumamente variados. ¿Qué significa el cuento para vos? ¿Qué te permite?

Confieso que soy más de novela que de cuento. Por eso, para mí, los textos cortos son un espacio de completa experimentación, de búsqueda, de laboratorio. Al releer los Tangos ahora, me doy cuenta de que estaba ensayando estilos distintos. Hay cuentos con una prosa más orgánica, musical (le doy muchísima importancia a la prosodia, a la musicalidad de la prosa, que es hacia donde tiende mi escritura), y otros más contenidos, con un lenguaje más neutro y donde importa más la imagen, el concepto.

Pienso que cada texto pide un estilo y un tono distintos. En este sentido, me parece que cuando escribo me pongo al servicio de la voz que narra el texto. No la fuerzo, solo escucho su dictado y le hago caso. Sobre todo, lo que no quiero es que se vea al escritor. Intento desaparecer del texto, que no se note mi presencia, que el narrador o narradora no sean la misma persona que soy yo. Me interesa calzarme los zapatos de otro, imaginar otra conciencia y otra mirada del mundo, la que sea que esté contando esa historia.

Sin duda que hay una variedad de géneros: humor, terror, drama, histórica, monólogo interior, nostálgico, juvenil... ¿Por qué tangos? ¿A qué responde el título?

El título responde a que todos los cuentos nos narran historias que son «un tango», en el sentido de que los personajes se lamentan de lo perdido, sienten nostalgia, se quejan por algo injusto. El título responde al imaginario del tango (en cuanto a las letras), pero también a ese tono a veces nostálgico, a veces pasional de la música del tango. Pero no solo hay drama sino también humor. La ironía, ese humor triste y resignado, siempre termina por aparecer en mi escritura. La ironía es un concepto que viene del coro griego, que comentaba las acciones que transcurrían en la tragedia. La ironía permite eso, alejarse, mirar las cosas desde un costado. El comentario termina por quitarle hierro al asunto, y eso suele provocarnos como mínimo una sonrisa. 

Los temas y ambientes son muy diversos también. Desde reescrituras de mitos griegos, cuentos que transcurren en la América precolombina, un cuento de un vampiro músico de jazz, el de una anciana que vive en las sierras de Córdoba con pasado nazi, o ese de las ratas de biblioteca. ¿Cómo nacen los cuentos?

Esta pregunta es difícil porque yo soy de esas escritoras que no programan lo que van a escribir. Soy de las que trabajan al dictado de algo misterioso. Algunos lo llaman voz, yo lo llamo simplemente escribir. Es como si al escribir se activara un mecanismo que no necesariamente responde a una idea preconcebida. Sin embargo, sí hay cuentos que nacen de imágenes, como la del vampiro que es pianista de jazz, y que se inspira en una escena que me pasó de verdad: yo estaba en una casa de campo y, al anochecer, un murciélago medio despistado se metió por la ventana y fue a aterrizar encima de un piano. Otro cuento es el del fin del mundo maya, que escribí en 2012, y salió algo raro, porque es un cuento de ciencia ficción narrado con un castellano antiguo. Para conseguir ese estilo, leí crónicas de la conquista. O el cuento de Heliogábalo, que tiene un tono elegíaco, propio de la época en que vivió este noble romano. El cuento de las ratas, en cambio, nació de un concurso, donde el requisito para presentarse era que la historia transcurriera en una biblioteca. Evidentemente, lo primero que pensé es en la expresión «ratón de biblioteca». Ahora me doy cuenta de que parte de la inspiración nace también de la propia literatura, de imitar estilos, del trabajo artesanal con el propio lenguaje.

Por último, ¿cuáles son tus referentes?

Acá voy a hacer trampa y voy a hablar de cuentos que me gustan mucho. Pero no sé si pueden ser referentes de los míos. Hay un cuento de Carson McCullers, «El aliento del cielo», que cada vez que lo leo me provoca una sensación de fracaso y tristeza enorme: trata de un tipo que solo publicó una novela; está en una fiesta de escritores porque se ha escapado del infierno que vive en su casa con su mujer, con la que se la pasa bebiendo y peleando. Otro cuento que me fascina es «Los carros de fuego», de Mario Levrero, en el que un tipo se empeña en conseguir un gato y, en su búsqueda, se sube a un autobús, llega a un barrio de las afueras y se obsesiona con jugar a la lotería; es un cuento delirante, ese dejarse llevar durante el acto de escribir me fascina y me divierte a raudales. Por último, cito los cuentos de Cynthia Ozick; en realidad admiro todo lo que ella escribe, porque consigue cosas que adoro: conversar con la tradición, una constante ironía, un estilo desenfadado y desparpajo en abundancia.

lunes, 29 de agosto de 2022

En Barcelona te vas quedando

 

[Texto publicado en Quimera 461, mayo de 2022]

Llegué a Barcelona en el año 2000 arrastrada por el amor y la literatura comparada. Aquel amor no duró mucho, pero sirvió de trampolín. Terminé la carrera, estudié un máster en edición y poco después encontré trabajo. No hay que olvidar que Barcelona sigue siendo la capital del sector editorial en castellano, sobre todo literario, con sus correspondientes colaboradores pululando alrededor. Cristina Peri Rossi decía que Barcelona estaba llena de colaboradores latinoamericanos cuando llegó. Y aquí seguimos. Porque Barcelona tiene aquello de que te vas quedando. Nadie piensa: a partir de ahora voy a vivir en Barcelona, pero al final lo estás haciendo y ya han pasado veinte años.

Hace poco leí por ahí que Barcelona está considerada la tercera ciudad más linda del mundo. También una de las más sostenibles y respetuosas con el medio ambiente. Claro que con tanta publicidad, Barcelona se está poniendo cada vez más cara. Gentrificación y pisos compartidos. Mucho airbnb que nos va desplazando a la periferia. Estas cosas nos preocupan a los que gastamos precariedad, pero nadie va a negar que Barcelona es una ciudad bonita, donde siempre importó mucho el diseño. Una ciudad muy atenta a la fachada. Una ciudad con mar, donde se puede sobrevivir en verano y pasear al sol en invierno.

Pero es fácil imaginar un mapa de Barcelona donde se van superponiendo capas de tiempo. Toda ciudad acumula recuerdos y experiencias personales. Uno podría retroceder en el tiempo, y ese movimiento estaría dibujando un mapa narrativo personal.

Mi mapa empieza en una ciudad que era la de la nueva rambla del Raval. Recuerdo el aspecto de esa zona recién derruida y multicultural. Había gente que decía que aquello no parecía Barcelona, pero para mí Barcelona era precisamente eso. Gente de todos lados, gente de paso, olores exóticos, idiomas que no entendía, túnicas y turbantes, latas de cerveza en la calle. Recuerdo que visitaba a menudo la biblioteca Sant Pau y me iba a leer y tomar cafés en unos barecitos de la calle dels Àngels, la calle que termina en el MACBA. Recuerdo el olor a podrido del Raval, los ladrones corriendo, los turistas detrás. Recuerdo ir andando por la ronda Sant Antoni hasta la universidad con una carpeta bajo el brazo, y que un día un borracho me dijo que si no estaba grandecita ya para estudiar. Recuerdo que por todos lados colgaban carteles que decían Barcelona, posa’t guapa.

Por entonces vivía frente al Apolo, lo que significaba que cada fin de semana la gente montaba el botellón bajo mi ventana. Para colmo, la acera de los botellones quedaba muy cerca de mi ventana porque vivía en un entresuelo. Menos mal que al poco me mudé al barrio del Clot y por fin conseguí dormir del tirón. El Clot era un barrio muy barrio, con señoras con carro de la compra y tiendecitas de toda la vida, aunque ahora va virando hacia el rollo hípster que se trae el Poblenou. Ana Basualdo me contó que el Clot tiene un pasado anarquista. Me habló de la réplica de la escultura Las pajaritas de Ramón Acín, fusilado en la Guerra Civil, que los vecinos del Clot inauguraron en la calle Aragón en los años noventa. Para Acín, aquellas pajaritas reflejaban el espíritu pacifista, naturalista y libertario. También me contó que Buenaventura Durruti, líder anarquista, se reunía a menudo en el bar La Coctelera que queda en la esquina de mi casa, en Rogent y Meridiana.

Hace unos quince años que vivo en el Clot y las cosas por acá también fueron cambiando. Recuerdo que frente a la galería de mi casa, donde ahora se eleva un edificio que tiene una piscina en la azotea y que vende pisos desde cuatrocientos mil euros, hace cosa de tres años había una vieja nave industrial donde al atardecer daban clases de danza. Yo veía a los bailarines desde mi casa. Menos mal que mientras derruían la nave de la danza se estaba inaugurando una sucursal de la librería Nollegiu. Ahora veo el mastodonte blanco y nuevo, ese tipo de edificios que hace que todos los pisos hayan subido de precio, pero saber que hay una librería en el barrio consuela. Otra cosa que consuela es una plaza rarísima que queda muy cerca del parque del Clot. La plaza tiene una escultura hecha con un montón de bicicletas que asoma por encima de un muro. Siempre me pregunté qué hay detrás de ese muro, si las bicicletas siguen tejiéndose del otro lado hasta tocar el suelo.

Claro que hay muchas Barcelonas. La mía está hecha de amistades con gente de fuera, escritores de distintas partes, colegas del mundillo editorial y muchos músicos de jazz. Mi gente más cercana es casi toda de fuera y a la mayoría le pasa aquello de que te vas quedando. Cuando eres de fuera armas familias sustitutas, pasas las Navidades con ellos y echas muchos domingos de sobremesa. Mis amigos viven en Arco de Triunfo, en Sant Antoni, en Gracia, en Sants, en Guinardó, en Hospitalet, en Sagrera. Pero cuando voy, por ejemplo, a una reunión de La Maleta de Portbou en el estudio de Josep Ramoneda, me doy cuenta de que parece otra ciudad. Está en una zona muy linda de Barcelona a la que no voy casi nunca, por la Bonanova. Cuando salgo de los ferrocarriles pienso que existen muchas Barcelonas. Barcelonas que acumulan tiempo, cierto, pero también Barcelonas paralelas. Esa zona es muy poblada, repleta de edificios altos con terrazas coquetas. Todo es más denso que donde vivo yo, aunque también mucho más limpio y ajardinado. Entonces me doy cuenta de que en cada ciudad hay muchas ciudades, que el mapa no solo superpone tiempo, sino mundos paralelos. Porque aunque compartamos aeropuerto, vivimos en mundos paralelos. Solo basta con acercarse a ciertas naves del Poblenou ocupadas por chatarreros para entender perfectamente lo que quiero decir.


lunes, 23 de noviembre de 2020

Escribir, leer, meditar: una lectura de Chantal Maillard

Chantal Maillard, India, Valencia, Pre-textos, 2014

https://www.pre-textos.com/escaparate/product_info.php?products_id=1513

[Publicado en Quimera 442, octubre de 2020]

Cada vez me interesan más los conocimientos que se adquieren por la experiencia. Acaso por circunstancias personales y porque, qué remedio, cada vez me adentro más en la segunda parte de la vida, empiezo a darme cuenta de que la mente no lo puede todo. De que se puede explicar con palabras, pero si no se tiene la experiencia es difícil comprender. De que una cosa es la teoría y otra cosa es el saber. Una cosa es la información y otra, el conocimiento. Me refiero a ese tipo de conocimiento que se adquiere al hacer algo, un conocimiento de la práctica, de la experiencia. Por ejemplo: escribir ficción, mirar un cuadro, escuchar música, alcanzar un orgasmo, meditar. Nos pueden explicar de qué se trata el placer estético, el pacer del orgasmo, el placer de la meditación, pero cada uno va a entender una cosa distinta porque cada uno tiene una experiencia distinta. Mi experiencia de la meditación es relativamente escasa, y medito a la manera occidental, lo que Andrés Ibáñez llama «meditación con semilla» (Construir un alma, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018). Cuando aprendí a meditar con semilla (un tipo de meditación que va siguiendo un recorrido imaginario), me pareció que meditar era muy parecido a escribir ficción.

Hace cosa de un mes soñé (no sé por qué) con Chantal Maillard, y al día siguiente recibí una entrevista suya para la revista de la que soy editora de mesa, La Maleta de Portbou. Evidentemente, la casualidad llamó mi atención, y como suelo guiarme por intuiciones de este tipo, que dicho sea de paso me suceden a menudo, me dispuse a leer su libro India (Valencia, Pre-textos, 2014). Hasta entonces desconocía que Maillard fuera una especialista en filosofía oriental. Solo había leído La razón estética y La compasión difícil como correctora de pruebas, dos libros que en su momento me impresionaron, pero no había ido más allá.

En India, Maillard explica que la gran diferencia entre la cultura india y la nuestra parte de un elemento esencial: piénsese en que para nosotros lo que importa es la luz mientras que para los indios lo que importa es el sonido y la respiración. A nosotros nos importa ver; a ellos, escuchar. Estoy resumiendo mucho y mejor voy a citar a Maillard: «La diferencia entre el universo sonoro de India y el universo visual y táctil de las naciones occidentales nos da una pauta para comprender lo que prima en una y otra tradición, a nivel perceptivo. La manera de educar los sentidos es distinta y, por tanto, también lo es la manera de procesar la información» (p. 388). Aparte de esta diferencia, tal vez lo más interesante es la manera en que ellos llegan al dominio de sí mismos. Porque todos queremos dominar nuestros impulsos. Tanto Oriente como Occidente entienden que la felicidad no es la euforia de la alegría. La felicidad bien entendida se parece a la calma. Si uno se deja llevar por las emociones, si uno se identifica con las emociones, es como si uno fuera a la deriva.

En Occidente recurrimos a las técnicas psicológicas, que se basan principalmente en el dominio a través de la mente, a través del análisis de la palabra entendida como concepto (no la palabra entendida como sonido/vibración). A través del dominio de la conciencia, el occidental ordena las emociones y también es capaz de acceder a la zona inconsciente donde habitan los deseos, para seguir ordenándolo todo. Para conseguir la calma. Los indios van un poco más allá porque identifican otra zona de la conciencia que es capaz de llegar a algo que podríamos entender como universal. Tesla lo llamaba «éter». Jung lo llamaba «inconsciente colectivo». David Lynch, un ferviente defensor de la meditación, recomienda vivamente acceder a ese lugar, pues es allí donde confiesa encontrar sus «ideas». Si mediante técnicas meditativas, uno consigue ponerse en sintonía con esa energía universal, podrá dejar de identificarse con las emociones e incluso con los procesos de la mente. «Ese estado, esa calma de los deseos pero, también, de la mente que los produce, es a lo que el hinduismo aspira y sabe que puede inducirse tanto por la concentración en un punto único e inamovible como por medio de la repetición constante y ritmada de un mismo elemento fónico» (p. 352). Tanto las técnicas psicológicas como la meditación intentan eliminar el ruido de todos esos deseos que no son verdaderos y así identificar los deseos que de verdad queremos. Porque todos sabemos que la mente se deja llevar por condicionamientos, por autoengaños. Ahora bien, si uno pretende convertirse en un asceta yogui debe superar incluso los deseos, abstenerse de tener deseos, no identificarse con ninguno de ellos, porque los deseos son también la fuente del sufrimiento. Ya se sabe: hay más lágrimas derramadas por los deseos cumplidos que por los no cumplidos. Ahí es donde India acepta esa contradicción o ambigüedad de toda experiencia humana: sin deseos no habría impulso vital (lo que Schopenhauer llamó «voluntad» y Freud, «libido»), pero también son esos deseos los que nos provocan dolor. La vida es una de cal y otra de arena. Pero hay una manera de transformar ese sufrimiento en algo placentero.

Ahora podría detenerme en afirmaciones del tipo: el concepto del inconsciente no existiría si Occidente no hubiera descubierto la filosofía hindú. Maillard lo sugiere: «esos antiguos saberes que toda práctica espiritual celaba y que, desestimados u olvidados, tuvieron que ser reinventados, a ciegas y tanteando, por los psicoanalistas» (p. 394). De sobras es sabida la influencia del hinduismo en Schopenhauer y de este en Freud. Pero en vez de eso, que dejo para los estudiosos de la historia de las ideas, me gustaría detenerme en lo que Maillard explica a propósito de la teoría de la rasa. La teoría de la rasa es una teoría estética que se centra en la recepción del arte, es decir, en la experiencia del sujeto-receptor. Maillard nos explica que se desarrolló en Cachemira entre los siglos VII al XI a partir de una interpretación del gusto o placer que se obtiene al ser espectador de una obra de teatro. Evidentemente, podemos extrapolar esa experiencia a cualquier experiencia estética. Pero lo más interesante del asunto es la manera en que se compara la experiencia estética con la experiencia de la meditación. Explica Maillard que el espectador toma «la actitud receptiva del que contempla, una actitud que le permitirá desidentificarse momentáneamente de su propia individualidad» (p. 449). Así se puede focalizar (en eso consiste meditar, en fijar la atención en un punto para así acallar la mente), desidentificarse de nuestras emociones/pensamientos y acceder a eso universal. De esta manera se puede gozar incluso del dolor, de lo trágico, algo que en Occidente, después de Aristóteles, llamamos catarsis. «Esto lleva a pensar que si fuese posible y probablemente lo sea para alguien mantenerse fuera de los límites de su individualidad mientras se siente alcanzado por una intensa emoción (de cualquier tipo que sea) y logra permanecer como espectador de sí mismo en aquel trance, esa emoción, aun siendo dolor, podría transformarse en gozo, aquel que se genera por la conciencia clara de la pertenencia a ese fondo común y universal en el que toda individualidad se resuelve.» Y continúa con una de las afirmaciones más esclarecedoras del libro: «En este sentido es como puede hablarse de arte como comunicación […]. La comunicación es el acto mediante el cual los individuos recuperan en la distancia infranqueable de su condición la unidad genérica que añoran» (p. 299). Si defendemos la idea de que el arte es comunicación, esta afirmación debería importarnos mucho. Y agrego que nada más lejos de mi intención que dar a entender que el arte es terapia. El arte puede ser terapéutico, pero es mucho más que eso. Es comunicación con el receptor y también una conversación con la tradición.

(Antes de seguir, aclaro que Maillard, en el prólogo a la segunda edición de La razón estética –Barcelona, Galaxia Gutenberg, [1998] 2017 advierte de la tendencia posmoderna a recibir incluso las noticias más trágicas del mundo en los formatos antes reservados a la representación estética, cosa que predispone a recibirlos con placer, cosa que, por supuesto, deberíamos saber diferenciar. Una cosa es un telediario y otra, una película, aunque ambas nos lleguen en soporte idéntico. Un telediario no debería recibirse como espectáculo.)

Hay otras maneras de acceder a esa zona de la conciencia que algunos llaman inconsciente y otros, «fondo común y universal». Tal vez se trata siempre de experiencias de estados alterados de la conciencia, es decir, maneras de acallar la mente consciente. Experiencias que nos separan de la noción temporal, que nos sitúan en el presente, donde nos desenraizamos de la historia de vida (la memoria no deja de ser un constructo mental). «Atención y desapego son las dos grandes indicaciones de cualquier sistema de meditación. La otra orilla se alcanza habiéndose desprendido de todo interés personal» (p. 365). Piénsese en el orgasmo, en la práctica de la escritura, en el placer de la contemplación del arte, en la misma lectura, donde «el sujeto se pierde en el objeto, se olvida de sí como individuo» (p. 343). Piénsese en la meditación, en la práctica de intenso ejercicio físico, en los ritmos musicales repetitivos, en el consumo de ciertas drogas. Hablando de drogas, hay un texto de Maillard, «Un episodio insólito», también recopilado en India, que cuenta una experiencia sumamente sorprendente a partir del consumo de cannabis, algo bastante insólito para cualquiera que haya tenido experiencias con el cannabis. Esto me recuerda a una frase que decía Nora Catelli en sus clases: Poe escribía bajo los efectos del alcohol, pero por más que bebamos alcohol esto no nos garantiza que escribamos como Poe.

Podemos reírnos todo lo que queramos y confiar solamente en lo que mente y cuerpo (así divididos/jerarquizados) nos vienen comunicando. No dejamos de ser occidentales y sospechamos que todo lo psicosomático, lo experiencial, lo espiritual, apesta a autoayuda o anda demasiado cerca de lo místico. Sin duda que la actitud irónica es la mejor manera de tomarse cualquier asunto. Tomarse todo con desapego, con distancia, echando mano de la ironía (que no es otra cosa que distanciamiento). Yo elijo la vía media y, mientras suelto risitas, confío (cuando el cinismo me lo permite) en que la experiencia enseña cosas y que esas cosas nos impulsan a escribir.

lunes, 4 de abril de 2016

Mapa del nuevo cuento latinoamericano III

[Artículo publicado en Quimera. Revista de Literatura, n.º 387, febrero de 2016: http://www.revistaquimera.com/2016/01/20/no-387-febrero-de-2016/]

Boom 2.0, microficción y el arte del monólogo


Andrés Neuman (Hacerse el muerto, Páginas de Espuma): De prosa talentosa y eufónica, brillante y poética, Neuman lo practica todo: sigue la tradición del boom latinoamericano, sobre todo en su vertiente cronopia, es decir, la del absurdo, pero también desarrolla el monólogo humorístico con soltura y la poética del haiku o microficción. No suele transitar demasiado el realismo tal como solemos entenderlo.



Isabel Mellado (El perro que comía silencio, Páginas de Espuma): Su prosa es corta y precisa, contundente y sorprendente, poética. Parece preferir la microficción, en la que no abunda la acción sino más bien la descripción de escenas. Mellado trabaja con las voces de los que no tienen voz: un espejo, instrumentos musicales, diferentes animales, etcétera.


Andrea Jeftanovic (No aceptes caramelos de extraños, Comba): De prosa poética como una suave marea en vaivén, de aire cortazariano, Jeftanovic aborda mediante intensos monólogos las relaciones de pareja y las de padres e hijos. Profundiza en la temática del amor, el deseo instintivo, la sexualidad, pero también en la inocencia de esas voces de niñas y niños que caminan siempre por el filo de lo moralmente ambiguo. Pareciera que a Jeftanovic le interesa explorar los límites imprecisos, la perversidad inocente y las categorías desdibujadas.

Antonio Ortuño (La Señora Rojo, Páginas de Espuma): Ortuño nos presenta a narradores marcadamente masculinos que se ven inmersos en situaciones de perdedor a través de monólogos que exponen la queja con una prosa bastante burlona.

Diego Trelles Paz (Adormecer a los felices, Demipage): De prosa prolija, correcta, con tildes de oralidad que le otorgan frescura, Trelles Paz trabaja con bastante acierto el monólogo de personajes que generalmente son literatos de algún tipo: poetas, novelistas, aprendices, talleristas, etcétera. 


A vista de pájaro: otros libros de cuentos publicados

Los cuentos de Wilmer Urrelo Zárate (Todo el mundo cumple sus sueños menos yo, El Cuervo) son noir y derrochan violencia. Inés Mendoza (El otro fuego, Páginas de Espuma) trabaja con frescura el monólogo y la tradición más cortazariana. Ernesto Escobar Ulloa (Salvo el poder, Comba), con prosa clásica y prolija, se adentra en situaciones políticas del reciente pasado peruano y en las injusticias o los también llamados “daños colaterales”. Mariana Graciano (La visita, Demipage), mediante una prosa sencilla, oral y de frases cortas siempre en tiempo presente, trabaja con la mirada infantil para narrarnos escenas cortas de la vida cotidiana donde se inmiscuye cierta extrañeza apenas insinuada.   


La serie completa:
Mapa del cuento latinoamericano I
Mapa del cuento latinoamericano II
Mapa del cuento latinoamericano III