rumiar la biblioteca: Virginia Woolf
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lunes, 1 de febrero de 2021

La novela deejay XIII

 

Si imaginamos un destino de la literatura similar al destino de la música, en el sentido en el que hoy aplaudimos y celebramos y adoramos al deejay como si de una estrella de rock o de un concertista virtuoso o de un afamado compositor se tratara, y celebramos su trabajo, es decir, el de poner discos, como arte, o mejor dicho, celebramos su collage y su mixtura y su capacidad de navegar por el tiempo y la tradición, de hacer tremolar el tiempo sobre diferentes bases, y extrapolamos el fenómeno al libro, o mejor, al libro electrónico, y pensamos que el escritor dejará de ser ese juntapalabras o el que busca estilo y construye una escritura, y que su función se habrá desplazado hacia un diseñador-maquetador con talento, con conocimientos de programador, que fabrique collages y corta-pegas y links de navegación por las grandes obras de todos los tiempos y aplaudamos su trabajo, lo celebremos como gran hacedor de los tiempos por venir, y colaboremos para que pueda ganarse la vida con mucha mayor soltura que un escritor, porque tal y como dicen algunos, y no sin razón, con semejante tradición para qué escribir o reescribir, o contestar y dialogar con esa tradición, quizá sea suficiente con manipularla y fragmentarla y servirnos de ella para contar la historia que queramos, para seguir ejecutando el hecho literario.

Por ejemplo, yo podría continuar con el montaje de una autobiografía in progress, que ya comenzara con los posts La novela deejay, La novela deejay II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI y XII utilizando un fragmento de Las olas de Virginia Woolf para explicar qué entiendo por estilo o qué significa escribir o cuánta importancia le doy yo también a eso musical de la escritura:
 


 

lunes, 14 de noviembre de 2016

Eileen Chang o ser mujer en China

Eileen Chang, Un amor que destruye ciudades (1943), traducción de Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong, Barcelona, Libros del Asteroide (2016)
http://www.librosdelasteroide.com/-un-amor-que-destruye-ciudades

Edith Wharton, en un delicioso texto llamado "El vicio de leer" (1903) recopilado en el volumen Escribir ficción (Páginas de Espuma), afirma que si un libro "entra en la mente del lector tal y como salió de la mente del autor, sin ninguno de los añadidos ni las modificaciones que inevitablemente se producen con el contacto de un nuevo cuerpo de pensamiento, entonces ¿qué finalidad tiene su lectura?". Una advertencia que podría aplicarse a cada proceso lector, pero que creo imprescindible en un caso como el que nos ocupa. ¿Por qué? Permítanme que me explique.

Estamos ante un notable ejemplo de reformulación de la novela romántica a lo Jane Austen, no exenta de su característica fina ironía. Las frases son contundentes y directas, los diálogos están impecablemente construidos, el tono destila cierto aire absurdo. Es buena literatura, sin duda, aunque bastante anticuada. Quien piense por un momento en las heroínas de Austen recordará que esas muchachas, a pesar de su inteligencia y moderación, pocas veces son activas a la hora de elegir marido y se nos muestran, a su pesar, tan solo como sujetos susceptibles de casarse y tener hijos. Son, hablando en plata, adorables Ángeles de la Casa, es decir, dóciles, correctas, complacientes, aduladoras cuando toca. Virginia Woolf, en un texto de 1931 (préstese atención a las fechas), "Profesiones para mujeres" (recopilado en La muerte de la polilla y otros escritos, Capitán Swing), dice que lo primero que tiene que hacer una mujer es matar al Ángel de la Casa.

Nada más lejos que asesinar al angelito por parte de la protagonista de la nouvelle Un amor que destruye ciudades, una heroína romántica típica. Acaso tome algunas decisiones que en tiempos de Austen habrían sido severamente castigadas por impulsivas, aunque en los tiempos en los que nos coloca Chang tampoco están del todo bien vistas. 
"Por excelente que fuera una mujer, si no lograba ser amada por los miembros del sexo opuesto, no lograría el respeto de los suyos. Las mujeres eran mezquinas en ese aspecto."
El asunto del matrimonio, nada nuevo bajo el sol. El asunto de que las propias mujeres son muchas veces las más férreas defensoras del Ángel de la Casa. Me dirán: eh, son problemáticas del siglo pasado, pero no sé hasta qué punto: hace unos días salió en la prensa la noticia de que a las mujeres chinas se les prohibirá  por ley casarse con extranjeros a partir de 2018

*

El segundo cuento resulta algo más inquietante, a pesar de que la mujer sigue presentándosenos reprimida y dispuesta a aceptar el puesto de concubina. Su título: "Bloqueados".
Se trata de una escena que transcurre en un tren que ha quedado momentáneamente detenido y ese lapsus da lugar a una absurda historia de amor. El malentendido refleja, sin duda, la dificultosa comunicación entre las personas.
"La vida era como la Biblia, que había sido traducida del hebreo al griego, del griego al latín, del latín al inglés, del inglés al mandarín. Y cuando Cuiyuan la leía, la traducía mentalmente del mandarín al shanghainés. Los malentendidos surgían inevitablemente."

Entonces:
  1. Quizá habría que plantearse si la tardanza de aproximadamente setenta años con que llega Eileen Chang a nuestra lengua no sufre de los mismos problemas de comprensión a los que alude la protagonista del cuento "Bloqueados".  
  2. Por incomprensión me refiero a la idea de ofrecernos más "Ángel de la Casa", eso que adoran los lectores de novela romántica pero que los lectores exigentes definirían como un fantasma anticuado y aburrido: ¿acaso no se encuentra "otra cosa" escrita por mujeres para ofrecer a los lectores de hoy? ¿Acaso nos escandalizaremos? ¿O es que no hay manera de venderlo?
  3. Por momentos pareciera que a Eileen Chang todo eso también le parece aburrido: ahí resopla un soterrado tono absurdo (al menos en la versión castellana). Pero quizá se trate de mis ganas de salvarla, mi manía de leer mal.

Ahora bien, nadie negará que Chang escribe con una prosa afilada, elegante y divertida, que se pasa un rato agradable si sabemos ponernos en situación (como cuando leemos a Austen) y que se disparan todas esas reminiscencias románticas en la performance de la lectura, ahora teñidas, como queda dicho, de un aire siempre absurdo. De modo que podríamos conjeturar que el puesto de la escritora china más importante del siglo XX, pues así se nos presenta (y si no hay otra escritora que presentarnos), se lo tiene merecido.  
 

lunes, 12 de mayo de 2014

Virginia Woolf y el lector paranoico

Virginia Woolf, Horas en una biblioteca, traducción de Miguel Martínez-Lage, Barcelona, El Aleph Editores (2005)

"¿Quién teme a Virginia Woolf?" Así se titula una obra de teatro de Edward Albee. Y también la canción que allí se canturrea antes de que lleguen los invitados. Confieso que yo le temo bastante, si por temor entendemos fascinación o lo confundimos con desmedida delectación. Todo eso que nos tomamos tan en serio que nos atemoriza por excedernos. Aunque bien es cierto que el miedo no está lejos, si de lectura hablamos, del placer, y eso lo dijo Roland Barthes, y yo estoy de acuerdo.

Pero además del placer, Virginia Woolf mete miedo. Sobre todo cuando, ironía en mano, desbroza malas hierbas y flores que por no ser, no son siquiera asilvestradas, porque nadie niega que el natural tiene su encanto. No pensemos que se mete con el reseñado, sino más bien con los colegas y sus opiniones sobre ese autor, con la intelligentsia inglesa. Virginia identifica lo falso y, con desenfado, descubre la hoz y se pone a ello, aunque nunca pierde el desparpajo, lo cual no deja de seducirnos pero sobre todo de atemorizarnos, porque esa cosa sigue estando afilada y suelta destellos. 

De esta colección quería detenerme en el primer artículo, "Horas en una biblioteca", que da nombre al libro, publicado en 1916, por venirme al pelo al espíritu del rumeo, y porque es uno de los pocos que no dan miedo, y de seguro que por eso encabeza la colección, para animarnos a seguir leyendo. Allí se postula la naturaleza del placer de la lectura, la preferencia por los clásicos en la juventud y edad de aprendizaje, los cambios de intereses a medida de pasan los años y cómo al comienzo de la edad adulta, digámoslo así, empezamos a desarrollar una curiosidad y un sentido de camaradería con los autores contemporáneos. 

"Uno de los síntomas del paso de la juventud, desde luego, es el nacimiento de un sentido de camaradería con otros seres humanos, que surge cuando ocupamos nuestro lugar propio entre ellos. Quisiéramos pensar que mantenemos nuestros criterios con la misma exigencia de siempre, pero es cierto que nos interesamos más por los escritos de nuestros contemporáneos y les perdonamos su falta de inspiración en aras de algo que los hace más cercanos a nosotros. Es incluso defendible que de hecho obtenemos más de los vivos, aun cuando puedan ser muy inferiores, que de los muertos. En primer lugar, no puede haber vanidad secreta en la lectura de nuestros contemporáneos, y la clase de admiración que inspiran es extremadamente cálida y genuina porque con el objeto de dar paso a la fe que en ellos tengamos a menudo hemos de sacrificar algún prejuicio muy respetable, y que nos daba incluso credibilidad. También tendremos que hallar nuestras propias razones para justificar lo que nos gusta y lo que no, lo cual espolea nuestra atención, y es la mejor manera de demostrar que hemos leído a los clásicos con la debida capacidad de comprensión."

Podría argüirse que Virginia, la joven señora Woolf, tenía apenas 34 años cuando lo publicó, y que su paciencia era por entonces infinita. Porque dice:

"De todos modos, si necesitamos todo nuestro conocimiento de los escritores de antaño para seguir la pista de lo que los nuevos escritores intentan plasmar, también es sin duda cierto que volvemos de aventurarnos entre los libros nuevos con una mirada más aguda a la hora de afrontar los viejos. Parece como si ahora fuésemos capaces de desvelar por sorpresa sus secretos, de llegar a lo más profundo, de entender cómo se ensamblan sus partes diversas, porque hemos presenciado cómo se hacen los libros nuevos, y con la mirada limpia de todo prejuicio podemos juzgar con más verdad qué es lo que hacen, qué es bueno de veras, qué es malo."
Esto recuerda un poco, solo un poco, o quizá algo más que un poco a aquel texto borgiano de 1951 "Kafka y sus precursores", aunque podría argumentarse que Borges siempre da una vuelta más a la tuerca. No sé si titular la entrada "Woolf, precursora de Borges", aunque a nadie sorprenderá la relación, sobre todo porque es de sobra conocido que el susodicho tradujo Orlando. Permítanme que copie aquí un párrafo iluminador, que no da miedo, sino todo lo contrario, y esa es la virtud de Borges, la de no sacar la hoz:

"En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro."
Ahora bien, corremos el peligro, lectores paranoicos, de estar leyendo a un autor y encontrarle precursores por todas partes. Digamos que el lector paranoico, síndroma del que padecemos algunos comparatistas y muchos escritores, nos hace relacionar absolutamente cada frase que nos caiga bajo los ojos con el autor que estemos leyendo, y muchas veces también con nuestros propios textos. (Habría que repasar aquellos apuntes de Gadamer y la hermenéutica, pero lo haré en otro momento.)
En ese caso se hablará del autor que crea a sus propios precursores, incluso después de haber publicado. Algunos lo llamarán plagio, y nosotros diremos que no lo conocíamos, entonces dirán "plagio sin saberlo", que suena triste porque enseguida nos sabemos ignorantes.  

Aunque la ignorancia tiene su premio. Porque cuántas veces nos topamos por ahí con un precursor del que desconocíamos su existencia. Y qué felices cuando el presunto precursor es un monstruo a tener en cuenta, y, oh, qué éxtasis cuando ni siquiera lo habíamos leído y nos zambullimos en sus textos con delirios de grandeza. Él es mi precursor, nos repetimos, y el mundo parece mejor y más justo, y agradecemos la ignorancia y nos pasamos horas en la biblioteca.