Si imaginamos un
destino de la literatura similar al destino de la música, en el sentido
en el que hoy aplaudimos y celebramos y adoramos al deejay como
si de una estrella de rock o de un concertista virtuoso o de un afamado
compositor se tratara, y celebramos su trabajo, es decir, el de poner
discos, como arte, o mejor dicho, celebramos su collage y su mixtura y
su capacidad de navegar por el tiempo y la tradición, de hacer tremolar
el tiempo sobre diferentes bases, y extrapolamos el fenómeno al libro, o
mejor, al libro electrónico, y pensamos que el escritor dejará de ser
ese juntapalabras o el que busca estilo y construye una escritura, y que
su función se habrá desplazado hacia un diseñador-maquetador con
talento, con conocimientos de programador, que fabrique collages y
corta-pegas y links de navegación por las grandes obras de todos los
tiempos y aplaudamos su trabajo, lo celebremos como gran hacedor de los
tiempos por venir, y colaboremos para que pueda ganarse la vida con
mucha mayor soltura que un escritor, porque tal y como dicen algunos, y
no sin razón, con semejante tradición para qué escribir o reescribir, o
contestar y dialogar con esa tradición, quizá sea suficiente con
manipularla y fragmentarla y servirnos de ella para contar la historia
que queramos, para seguir ejecutando el hecho literario.
Por ejemplo, yo podría continuar con el montaje de una autobiografía in progress, que ya comenzara con los posts La novela deejay, La novela deejay II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX y X utilizando un fragmento de El mesías de Estocolmo de Cynthia Ozick para explicar esa sensación de fascinación y brillante explosión mental que provoca un texto de vez en cuando, eso que busco incansable como se busca el deseo:
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