rumiar la biblioteca

lunes, 7 de diciembre de 2020

Estructuras (Fragmento del diario, 04/12/2020)

Queremos una prosa veloz. Una prosa moderna. Una prosa que salte el postironismo y vaya hacia el futuro. Que caiga de lleno en el futuro, donde la estructura signifique, donde leamos como haciendo zapping, pero no me refiero a eso tan usado desde el romanticismo de lo fragmentario, sino a escenas diferentes, con distintos tonos y registros. Deconstruyendo una novela desde la estructura y el tono. Una novela saltada, como la quería Macedonio, por ejemplo. Una novela que da saltos, una novela que se monta como un mueble de ikea, con instrucciones que no se entienden. Con instrucciones que dependen del sentido común y de toda la buena voluntad del lector, igual que un mueble de ikea. Sin la voluntad del lector, una novela no tiene sentido en la época que vendrá después del postironismo.

No sabemos cuál es ese futuro para la literatura, pero si seguimos con el rollo del postironismo y el rollo del colonialismo y el feminismo (y lo dice una mujer rotundamente feminista) y sobre todo con lo políticamente correcto, leyendo y escribiendo desde lo políticamente correcto, la cosa va a ponerse aburridísima y el estilo se irá perdiendo como se pierde la paciencia con los anuncios de Spotify. Y la prosa cada vez más contenida. Sin ironía, todos hablando en serio sin ambigüedades, sin sentido del humor y siempre con la verdad como bandera, la verdad única de lo políticamente correcto.

La ironía es el comentario a la historia principal, y normalmente el comentario ofrece otros puntos de vista, otras verdades. A mí me interesa usar de ese modo los fragmentos, no como los usan los que practican eso que alguna vez estuvo de moda y que era la novela por fragmentos, porque esos fragmentos son como fotografías de una misma verdad que no se contradice. Fragmentos de una sola conciencia. A mí me gustan los fragmentos de una conciencia multitudinaria, colectiva, con enormes contradicciones o diferencias, con matices completamente diferentes en cuanto al tono y el registro de la prosa. Con fraseos diferentes.

Tal vez no me había dado cuenta de que mi interés por la estructura comienza en la práctica de la escritura. No es algo que comienza como una idea, del tipo: ahora voy a empezar a escribir novelas donde la estructura signifique. Donde los fragmentos sean como hacer zapping. Vale, al lector no le gusta porque es difícil. Cierto, es difícil, y si no le gusta no es un libro para él. Para mí no tiene sentido la literatura como entretenimiento. A mí me interesa la literatura como dificultad, porque para mí es sin duda lo más entretenido. Es divertidísimo. De leer y de escribir.

Toda esta perorata que acabo de soltar no sé a qué viene. Tal vez a que me obligué a escribir, y cuando pienso en escribir pienso en cosas sobre mi comprensión de la literatura. Me parece que si alguien no tiene nada nuevo que ofrecer, si alguien no arriesga un poco, no tiene sentido escribir nada. No me quiero hacer ahora la Juana Goytisola ni mucho menos, sobre todo porque no soy una escritora de la altura de Goytisolo. Pero sí comprendo su convicción en cuanto a la literatura.

lunes, 30 de noviembre de 2020

Juan Francisco Ferré o la revolución de la inteligencia

 

Juan Francisco Ferré, Revolución, Barcelona, Anagrama (2019)

https://www.anagrama-ed.es/libro/narrativas-hispanicas/revolucion/9788433998781/NH_628

Ferré es uno de los escritores más interesantes del panorama español. Emparentado con una corriente poco practicada y sobre todo poco leída por "dificultosa": posmodernismo, eso que en la literatura anglosajona nos lleva a Pynchon y DeLillo, es decir, conspiraciones, máquinas que son personajes, sexo, reflexiones sobre lo que nos depara el futuro (o el presente, porque el presente avanza a un ritmo cada vez más acelerado), humor, delirio, cómo no, y sobre todo velocidad en el fraseo de la prosa. Algunos dicen que esto no es realismo, pero lo cierto es que no hay nada más cerca de la realidad, al menos la del siglo XXI. 

"El mundo exterior no existe. Es una ilusión, convéncete. El mundo de ahí afuera es el pasado. Aquí estamos seguros. Estamos en el futuro."

Revolución está narrada en primera persona. Es el diario de Gabriel Espinosa, un profesor universitario experto en inteligencia artificial, que recibe una oferta de empleo para trabajar en una universidad de última generación. Está casado, tiene tres hijos. Aníbal, adoptado, está diseñando un videojuego; los dos más chicos, gemelos, tienen una curiosa simbiosis con los aparatos inteligentes que habitan en toda vivienda. La pareja es abierta y cada uno tiene licencia para hacer lo que le plazca. Sin embargo, hay amor (o eso parece). 

Obviamente empiezan a pasar cosas extrañas en cuanto se van a vivir a la casa que la universidad les ofrece como alojamiento, emplazada en una curiosa urbanización inteligente. Hay, de hecho, una inteligencia superior con la que el protagonista aprende a comunicarse. Pero también les merodea un tipo curioso que vive en los bosques, así como la sombra de alguien que el protagonista no acierta a identificar. Mientras tanto, es seducido por unas cuantas mujeres que trabajan en la institución, cosa que le sirve para llevar adelante uno de sus proyectos: conocer cuáles son las fantasías de las mujeres. No importa si se acuesta con ellas o no. No importa, él sigue dando clase, y sus alumnos pantean cosas de este tipo:

"Yo entiendo que la inteligencia artificial es solo un instrumento imaginario del que nos servimos para entender mejor, por comparación de modelos, cómo funciona un cerebro que carezca de psique, precisamente. Una inteligencia descarnada. Un puro procesador de información."

Sí, la cosa se va poniendo cada vez más oscura, más peligrosa o trágica. Pero la lectura es reflexiva y carnavalesca, porque la escritura de Ferré es lo más parecido a la revolución: "Revolución es un acto de escritura", dice el narrador.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Escribir, leer, meditar: una lectura de Chantal Maillard

Chantal Maillard, India, Valencia, Pre-textos, 2014

https://www.pre-textos.com/escaparate/product_info.php?products_id=1513

[Publicado en Quimera 442, octubre de 2020]

Cada vez me interesan más los conocimientos que se adquieren por la experiencia. Acaso por circunstancias personales y porque, qué remedio, cada vez me adentro más en la segunda parte de la vida, empiezo a darme cuenta de que la mente no lo puede todo. De que se puede explicar con palabras, pero si no se tiene la experiencia es difícil comprender. De que una cosa es la teoría y otra cosa es el saber. Una cosa es la información y otra, el conocimiento. Me refiero a ese tipo de conocimiento que se adquiere al hacer algo, un conocimiento de la práctica, de la experiencia. Por ejemplo: escribir ficción, mirar un cuadro, escuchar música, alcanzar un orgasmo, meditar. Nos pueden explicar de qué se trata el placer estético, el pacer del orgasmo, el placer de la meditación, pero cada uno va a entender una cosa distinta porque cada uno tiene una experiencia distinta. Mi experiencia de la meditación es relativamente escasa, y medito a la manera occidental, lo que Andrés Ibáñez llama «meditación con semilla» (Construir un alma, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018). Cuando aprendí a meditar con semilla (un tipo de meditación que va siguiendo un recorrido imaginario), me pareció que meditar era muy parecido a escribir ficción.

Hace cosa de un mes soñé (no sé por qué) con Chantal Maillard, y al día siguiente recibí una entrevista suya para la revista de la que soy editora de mesa, La Maleta de Portbou. Evidentemente, la casualidad llamó mi atención, y como suelo guiarme por intuiciones de este tipo, que dicho sea de paso me suceden a menudo, me dispuse a leer su libro India (Valencia, Pre-textos, 2014). Hasta entonces desconocía que Maillard fuera una especialista en filosofía oriental. Solo había leído La razón estética y La compasión difícil como correctora de pruebas, dos libros que en su momento me impresionaron, pero no había ido más allá.

En India, Maillard explica que la gran diferencia entre la cultura india y la nuestra parte de un elemento esencial: piénsese en que para nosotros lo que importa es la luz mientras que para los indios lo que importa es el sonido y la respiración. A nosotros nos importa ver; a ellos, escuchar. Estoy resumiendo mucho y mejor voy a citar a Maillard: «La diferencia entre el universo sonoro de India y el universo visual y táctil de las naciones occidentales nos da una pauta para comprender lo que prima en una y otra tradición, a nivel perceptivo. La manera de educar los sentidos es distinta y, por tanto, también lo es la manera de procesar la información» (p. 388). Aparte de esta diferencia, tal vez lo más interesante es la manera en que ellos llegan al dominio de sí mismos. Porque todos queremos dominar nuestros impulsos. Tanto Oriente como Occidente entienden que la felicidad no es la euforia de la alegría. La felicidad bien entendida se parece a la calma. Si uno se deja llevar por las emociones, si uno se identifica con las emociones, es como si uno fuera a la deriva.

En Occidente recurrimos a las técnicas psicológicas, que se basan principalmente en el dominio a través de la mente, a través del análisis de la palabra entendida como concepto (no la palabra entendida como sonido/vibración). A través del dominio de la conciencia, el occidental ordena las emociones y también es capaz de acceder a la zona inconsciente donde habitan los deseos, para seguir ordenándolo todo. Para conseguir la calma. Los indios van un poco más allá porque identifican otra zona de la conciencia que es capaz de llegar a algo que podríamos entender como universal. Tesla lo llamaba «éter». Jung lo llamaba «inconsciente colectivo». David Lynch, un ferviente defensor de la meditación, recomienda vivamente acceder a ese lugar, pues es allí donde confiesa encontrar sus «ideas». Si mediante técnicas meditativas, uno consigue ponerse en sintonía con esa energía universal, podrá dejar de identificarse con las emociones e incluso con los procesos de la mente. «Ese estado, esa calma de los deseos pero, también, de la mente que los produce, es a lo que el hinduismo aspira y sabe que puede inducirse tanto por la concentración en un punto único e inamovible como por medio de la repetición constante y ritmada de un mismo elemento fónico» (p. 352). Tanto las técnicas psicológicas como la meditación intentan eliminar el ruido de todos esos deseos que no son verdaderos y así identificar los deseos que de verdad queremos. Porque todos sabemos que la mente se deja llevar por condicionamientos, por autoengaños. Ahora bien, si uno pretende convertirse en un asceta yogui debe superar incluso los deseos, abstenerse de tener deseos, no identificarse con ninguno de ellos, porque los deseos son también la fuente del sufrimiento. Ya se sabe: hay más lágrimas derramadas por los deseos cumplidos que por los no cumplidos. Ahí es donde India acepta esa contradicción o ambigüedad de toda experiencia humana: sin deseos no habría impulso vital (lo que Schopenhauer llamó «voluntad» y Freud, «libido»), pero también son esos deseos los que nos provocan dolor. La vida es una de cal y otra de arena. Pero hay una manera de transformar ese sufrimiento en algo placentero.

Ahora podría detenerme en afirmaciones del tipo: el concepto del inconsciente no existiría si Occidente no hubiera descubierto la filosofía hindú. Maillard lo sugiere: «esos antiguos saberes que toda práctica espiritual celaba y que, desestimados u olvidados, tuvieron que ser reinventados, a ciegas y tanteando, por los psicoanalistas» (p. 394). De sobras es sabida la influencia del hinduismo en Schopenhauer y de este en Freud. Pero en vez de eso, que dejo para los estudiosos de la historia de las ideas, me gustaría detenerme en lo que Maillard explica a propósito de la teoría de la rasa. La teoría de la rasa es una teoría estética que se centra en la recepción del arte, es decir, en la experiencia del sujeto-receptor. Maillard nos explica que se desarrolló en Cachemira entre los siglos VII al XI a partir de una interpretación del gusto o placer que se obtiene al ser espectador de una obra de teatro. Evidentemente, podemos extrapolar esa experiencia a cualquier experiencia estética. Pero lo más interesante del asunto es la manera en que se compara la experiencia estética con la experiencia de la meditación. Explica Maillard que el espectador toma «la actitud receptiva del que contempla, una actitud que le permitirá desidentificarse momentáneamente de su propia individualidad» (p. 449). Así se puede focalizar (en eso consiste meditar, en fijar la atención en un punto para así acallar la mente), desidentificarse de nuestras emociones/pensamientos y acceder a eso universal. De esta manera se puede gozar incluso del dolor, de lo trágico, algo que en Occidente, después de Aristóteles, llamamos catarsis. «Esto lleva a pensar que si fuese posible y probablemente lo sea para alguien mantenerse fuera de los límites de su individualidad mientras se siente alcanzado por una intensa emoción (de cualquier tipo que sea) y logra permanecer como espectador de sí mismo en aquel trance, esa emoción, aun siendo dolor, podría transformarse en gozo, aquel que se genera por la conciencia clara de la pertenencia a ese fondo común y universal en el que toda individualidad se resuelve.» Y continúa con una de las afirmaciones más esclarecedoras del libro: «En este sentido es como puede hablarse de arte como comunicación […]. La comunicación es el acto mediante el cual los individuos recuperan en la distancia infranqueable de su condición la unidad genérica que añoran» (p. 299). Si defendemos la idea de que el arte es comunicación, esta afirmación debería importarnos mucho. Y agrego que nada más lejos de mi intención que dar a entender que el arte es terapia. El arte puede ser terapéutico, pero es mucho más que eso. Es comunicación con el receptor y también una conversación con la tradición.

(Antes de seguir, aclaro que Maillard, en el prólogo a la segunda edición de La razón estética –Barcelona, Galaxia Gutenberg, [1998] 2017 advierte de la tendencia posmoderna a recibir incluso las noticias más trágicas del mundo en los formatos antes reservados a la representación estética, cosa que predispone a recibirlos con placer, cosa que, por supuesto, deberíamos saber diferenciar. Una cosa es un telediario y otra, una película, aunque ambas nos lleguen en soporte idéntico. Un telediario no debería recibirse como espectáculo.)

Hay otras maneras de acceder a esa zona de la conciencia que algunos llaman inconsciente y otros, «fondo común y universal». Tal vez se trata siempre de experiencias de estados alterados de la conciencia, es decir, maneras de acallar la mente consciente. Experiencias que nos separan de la noción temporal, que nos sitúan en el presente, donde nos desenraizamos de la historia de vida (la memoria no deja de ser un constructo mental). «Atención y desapego son las dos grandes indicaciones de cualquier sistema de meditación. La otra orilla se alcanza habiéndose desprendido de todo interés personal» (p. 365). Piénsese en el orgasmo, en la práctica de la escritura, en el placer de la contemplación del arte, en la misma lectura, donde «el sujeto se pierde en el objeto, se olvida de sí como individuo» (p. 343). Piénsese en la meditación, en la práctica de intenso ejercicio físico, en los ritmos musicales repetitivos, en el consumo de ciertas drogas. Hablando de drogas, hay un texto de Maillard, «Un episodio insólito», también recopilado en India, que cuenta una experiencia sumamente sorprendente a partir del consumo de cannabis, algo bastante insólito para cualquiera que haya tenido experiencias con el cannabis. Esto me recuerda a una frase que decía Nora Catelli en sus clases: Poe escribía bajo los efectos del alcohol, pero por más que bebamos alcohol esto no nos garantiza que escribamos como Poe.

Podemos reírnos todo lo que queramos y confiar solamente en lo que mente y cuerpo (así divididos/jerarquizados) nos vienen comunicando. No dejamos de ser occidentales y sospechamos que todo lo psicosomático, lo experiencial, lo espiritual, apesta a autoayuda o anda demasiado cerca de lo místico. Sin duda que la actitud irónica es la mejor manera de tomarse cualquier asunto. Tomarse todo con desapego, con distancia, echando mano de la ironía (que no es otra cosa que distanciamiento). Yo elijo la vía media y, mientras suelto risitas, confío (cuando el cinismo me lo permite) en que la experiencia enseña cosas y que esas cosas nos impulsan a escribir.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Marcelo Cohen o el traductor como develador de misterios

 

Marcelo Cohen, El testamento de O'Jaral, Madrid, Anaya & Muchnik (1995)

O'Jaral es un traductor que sabe que va a descubrir algo nuevo, un nuevo conocimiento, y por eso es vigilado por Ellos. Ellos quieren saber qué es eso que O'Jaral va a pensar así como el propio O'Jaral sabe que en algún momento de su vida va a pensar algo nuevo, aunque le parece que ese pensamiento aún no ha tenido lugar. 

"No habrá perdón para el que desprecie a los traductores. El vulgo no lo sabe ni lo saben los falsos sabios, pero si todo es lenguaje, si nada es real, nada es traducible o todo es traducible. El traductor ha aprendido que siempre es cuestión de traducir la primera frase de un escrito; si lo consigue, las habrá traducido todas. Que quede claro. A la hora de ganarse las lentejas un traductor puede ser un mercenario, pero en su esencia es un intérprete universal. Lo mismo traduce entre idiomas que de un sistema simbólico a otro. Un traductor de verdad es un develador de misterios."

Todo sucede en un escenario urbano lleno de proclamas a favor y en contra del referéndum por la anexión al Grupo Panatlántico, grupo geopolítico que Ellos defienden. Pero hay dos corrientes alternativas a la política dominante, que es dominante en todos los sentidos. Esas dos alternativas se basan en la acumulación de historias diversas para no contar siempre la misma (cosa que amplía la realidad) y en la utilización de una droga, la Gruesa, droga que se fuma, y que también abre las posibilidades de la conciencia. 

De modo que la novela, magnífica novela, transcurre entre las voces de los diferentes personajes que conversan con O'Jaral mientras lo seguimos en todas sus aventuras, o mejor, desventuras, que lo llevan a ejercer oficios muy variopintos en su camino de degradación, o de desintegración.

 


lunes, 9 de noviembre de 2020

Wittgenstein arquitecto: Roig, Castro Flórez, Fernández Mallo

Bernardí Roig, Fernando Castro Flórez y Agustín Fernández Mallo, Wittgenstein, arquitecto, Barcelona, Galaxia Gutenberg (2020)

Libro extrañísimo y sumamente estimulante este que plasma el despliegue de una obra conceptual que implica la multidisciplinariedad. Primero, acciones alrededor de la casa que Wittgenstein y Engelmann construyeron para la hermana de Wittgenstein. También: una escalada (a cargo de Agustín Fernández Mallo) a la "cabaña para pensar" que Wittgenstein construyó en Noruega. También: un concierto de Ravel compuesto para el hermano de Wittgenstein, Paul, pianista, que quedó manco después de la Gran Guerra, pero esta vez tocado por un guitarrista.
 
Todo se vertebra a partir de la idea de que para Wittgenstein (arquitecto) aquella casa construida para su hermana, y de la que se ocupó en persona con inquietante obsesión, era la materialización de una teoría.
"Tanto la cabaña, en su simplicidad constructiva, como la Casa Wittgenstein plantean, para Bernardí Roig, la cuestión de cómo habitar en una cabeza."
Con cameos de Thomas Bernhard y su novela Corrección, donde el personaje Rotheimer se propone construir una casa con forma de cono en el centro neurálgico de un bosque, oh casualidad, para su querida hermana. Y también referencias a ese cuento fascinante "Goethe se muere", en el que Goethe, moribundo, espera la visita de Wittgenstein.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Sandy Stone: lo trans, la realidad virtual

 

Sandy Stone, La guerra de deseo y tecnología, prólogo de Toni Navarro, traducción de Mauro Reis y Federico Fernández Giordano, Barcelona, Holobionte (2020)

https://edicionesholobionte.com/6355-2/

Volumen recopilatorio de algunos de los textos más emblemáticos de Sandy Stone, mujer trans y por lo tanto persona que se ha detenido lo suficiente a pensar qué significa la identidad. Y la identidad en nuestro mundo hiperconectado tiene que ver con la tecnología. Stone, que ya pensaba en estas cosas en los noventa, detectó enseguida la tendencia al aislamiento, es decir, a sentarse cada uno delante de su pantalla para relacionarse con los otros mediante un avatar virtual. Ella habla de una ruta hacia el aislamiento que viene desarrollándose a lo largo de muchos años: 

"[...] la evolución en el mobiliario de bancas a sillas a lo largo de cientos de años; el desarrollo gradual de las habitaciones dentro de las casas que originalmente eran un solo y amplio espacio; el aumento de narrativas de interioridad como los diarios y la novela, la profusión de espejos y retratos de familia, el desarrollo de los hijos como una mera etapa en la evolución de la persona... Todas estas son formas de articular el cambio que hemos experimentado, desde una sociedad en la que el concepto de individuo no existía hasta la manera en que ahora lo entendemos (es decir, el individuo como sinónimo de aislamiento)."

Qué duda cabe, sobre todo en tiempos de pandemia, que cada vez estamos más aislados y somos más individualistas. Sin embargo, esta no es la idea rompedora del libro. 

Este libro tiene dos aspectos que hacen que valga la pena leerlo si uno quiere habitar el presente: primero, la forma, es decir, lo que nos cuenta está construido literariamente, la estructura y el tono deliberadamente narrativo comunican tanto como el contenido. Segundo, nos hace pensar que el género, eso que Simone de Beauvoir pensó como algo que se educa y Judith Butler como algo que se actúa (performatividad), Sandy Stone lo entiende como algo que se simula. Así lo explica Toni Navarro en el prólogo:

"El género se convierte en una simulación; de ahí que en alguna ocasión haya llegado a decir, con cierto tono provocador, que las personas trans inventaron la realidad virtual: por un lado, porque estuvieron presentes en sus inicios (incluida ella misma) y se encontraban entre las personas que contribuyeron a sentar los cimientos de los sistemas electrónicos; y, por otro lado, por la virtualidad inherente al género, donde a las personas trans se les ha exigido siempre que generasen una realidad alternativa en la que siempre hubieran sido 'hombres' o 'mujeres'."

En su famoso "El imperio contraataca: un manifiesto postransexual", nos dice que lo trans no es un género (sexual) sino un género artístico: 

"[...] propongo constituir a las personas trans no como una clase o un problemático 'tercer género' [third gender], sino como un genre: un conjunto de textos corpóreos cuyo potencial para la disrupción productiva de las sexualidades estructuradas, así como su abanico de deseos, están aún por explorar."

Sandy Stone también reflexiona sobre la relación entre virtualidad y cuerpo, sobre todo en relación al placer, el dolor y el deseo. Y trata asuntos relacionados con el lenguaje y el poder, es decir, nuestro lenguaje colonizado por estructuras de dominación.

El libro incluye además un apartado de ficción, o mejor, de ciencia ficción, que resulta interesante si lo leemos desde un punto de vista biográfico más que literario, como soporte a la teoría, y se cierra con dos entrevistas que vienen a resumir todo lo que estuvimos leyendo.