rumiar la biblioteca

lunes, 23 de noviembre de 2020

Escribir, leer, meditar: una lectura de Chantal Maillard

Chantal Maillard, India, Valencia, Pre-textos, 2014

https://www.pre-textos.com/escaparate/product_info.php?products_id=1513

[Publicado en Quimera 442, octubre de 2020]

Cada vez me interesan más los conocimientos que se adquieren por la experiencia. Acaso por circunstancias personales y porque, qué remedio, cada vez me adentro más en la segunda parte de la vida, empiezo a darme cuenta de que la mente no lo puede todo. De que se puede explicar con palabras, pero si no se tiene la experiencia es difícil comprender. De que una cosa es la teoría y otra cosa es el saber. Una cosa es la información y otra, el conocimiento. Me refiero a ese tipo de conocimiento que se adquiere al hacer algo, un conocimiento de la práctica, de la experiencia. Por ejemplo: escribir ficción, mirar un cuadro, escuchar música, alcanzar un orgasmo, meditar. Nos pueden explicar de qué se trata el placer estético, el pacer del orgasmo, el placer de la meditación, pero cada uno va a entender una cosa distinta porque cada uno tiene una experiencia distinta. Mi experiencia de la meditación es relativamente escasa, y medito a la manera occidental, lo que Andrés Ibáñez llama «meditación con semilla» (Construir un alma, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018). Cuando aprendí a meditar con semilla (un tipo de meditación que va siguiendo un recorrido imaginario), me pareció que meditar era muy parecido a escribir ficción.

Hace cosa de un mes soñé (no sé por qué) con Chantal Maillard, y al día siguiente recibí una entrevista suya para la revista de la que soy editora de mesa, La Maleta de Portbou. Evidentemente, la casualidad llamó mi atención, y como suelo guiarme por intuiciones de este tipo, que dicho sea de paso me suceden a menudo, me dispuse a leer su libro India (Valencia, Pre-textos, 2014). Hasta entonces desconocía que Maillard fuera una especialista en filosofía oriental. Solo había leído La razón estética y La compasión difícil como correctora de pruebas, dos libros que en su momento me impresionaron, pero no había ido más allá.

En India, Maillard explica que la gran diferencia entre la cultura india y la nuestra parte de un elemento esencial: piénsese en que para nosotros lo que importa es la luz mientras que para los indios lo que importa es el sonido y la respiración. A nosotros nos importa ver; a ellos, escuchar. Estoy resumiendo mucho y mejor voy a citar a Maillard: «La diferencia entre el universo sonoro de India y el universo visual y táctil de las naciones occidentales nos da una pauta para comprender lo que prima en una y otra tradición, a nivel perceptivo. La manera de educar los sentidos es distinta y, por tanto, también lo es la manera de procesar la información» (p. 388). Aparte de esta diferencia, tal vez lo más interesante es la manera en que ellos llegan al dominio de sí mismos. Porque todos queremos dominar nuestros impulsos. Tanto Oriente como Occidente entienden que la felicidad no es la euforia de la alegría. La felicidad bien entendida se parece a la calma. Si uno se deja llevar por las emociones, si uno se identifica con las emociones, es como si uno fuera a la deriva.

En Occidente recurrimos a las técnicas psicológicas, que se basan principalmente en el dominio a través de la mente, a través del análisis de la palabra entendida como concepto (no la palabra entendida como sonido/vibración). A través del dominio de la conciencia, el occidental ordena las emociones y también es capaz de acceder a la zona inconsciente donde habitan los deseos, para seguir ordenándolo todo. Para conseguir la calma. Los indios van un poco más allá porque identifican otra zona de la conciencia que es capaz de llegar a algo que podríamos entender como universal. Tesla lo llamaba «éter». Jung lo llamaba «inconsciente colectivo». David Lynch, un ferviente defensor de la meditación, recomienda vivamente acceder a ese lugar, pues es allí donde confiesa encontrar sus «ideas». Si mediante técnicas meditativas, uno consigue ponerse en sintonía con esa energía universal, podrá dejar de identificarse con las emociones e incluso con los procesos de la mente. «Ese estado, esa calma de los deseos pero, también, de la mente que los produce, es a lo que el hinduismo aspira y sabe que puede inducirse tanto por la concentración en un punto único e inamovible como por medio de la repetición constante y ritmada de un mismo elemento fónico» (p. 352). Tanto las técnicas psicológicas como la meditación intentan eliminar el ruido de todos esos deseos que no son verdaderos y así identificar los deseos que de verdad queremos. Porque todos sabemos que la mente se deja llevar por condicionamientos, por autoengaños. Ahora bien, si uno pretende convertirse en un asceta yogui debe superar incluso los deseos, abstenerse de tener deseos, no identificarse con ninguno de ellos, porque los deseos son también la fuente del sufrimiento. Ya se sabe: hay más lágrimas derramadas por los deseos cumplidos que por los no cumplidos. Ahí es donde India acepta esa contradicción o ambigüedad de toda experiencia humana: sin deseos no habría impulso vital (lo que Schopenhauer llamó «voluntad» y Freud, «libido»), pero también son esos deseos los que nos provocan dolor. La vida es una de cal y otra de arena. Pero hay una manera de transformar ese sufrimiento en algo placentero.

Ahora podría detenerme en afirmaciones del tipo: el concepto del inconsciente no existiría si Occidente no hubiera descubierto la filosofía hindú. Maillard lo sugiere: «esos antiguos saberes que toda práctica espiritual celaba y que, desestimados u olvidados, tuvieron que ser reinventados, a ciegas y tanteando, por los psicoanalistas» (p. 394). De sobras es sabida la influencia del hinduismo en Schopenhauer y de este en Freud. Pero en vez de eso, que dejo para los estudiosos de la historia de las ideas, me gustaría detenerme en lo que Maillard explica a propósito de la teoría de la rasa. La teoría de la rasa es una teoría estética que se centra en la recepción del arte, es decir, en la experiencia del sujeto-receptor. Maillard nos explica que se desarrolló en Cachemira entre los siglos VII al XI a partir de una interpretación del gusto o placer que se obtiene al ser espectador de una obra de teatro. Evidentemente, podemos extrapolar esa experiencia a cualquier experiencia estética. Pero lo más interesante del asunto es la manera en que se compara la experiencia estética con la experiencia de la meditación. Explica Maillard que el espectador toma «la actitud receptiva del que contempla, una actitud que le permitirá desidentificarse momentáneamente de su propia individualidad» (p. 449). Así se puede focalizar (en eso consiste meditar, en fijar la atención en un punto para así acallar la mente), desidentificarse de nuestras emociones/pensamientos y acceder a eso universal. De esta manera se puede gozar incluso del dolor, de lo trágico, algo que en Occidente, después de Aristóteles, llamamos catarsis. «Esto lleva a pensar que si fuese posible y probablemente lo sea para alguien mantenerse fuera de los límites de su individualidad mientras se siente alcanzado por una intensa emoción (de cualquier tipo que sea) y logra permanecer como espectador de sí mismo en aquel trance, esa emoción, aun siendo dolor, podría transformarse en gozo, aquel que se genera por la conciencia clara de la pertenencia a ese fondo común y universal en el que toda individualidad se resuelve.» Y continúa con una de las afirmaciones más esclarecedoras del libro: «En este sentido es como puede hablarse de arte como comunicación […]. La comunicación es el acto mediante el cual los individuos recuperan en la distancia infranqueable de su condición la unidad genérica que añoran» (p. 299). Si defendemos la idea de que el arte es comunicación, esta afirmación debería importarnos mucho. Y agrego que nada más lejos de mi intención que dar a entender que el arte es terapia. El arte puede ser terapéutico, pero es mucho más que eso. Es comunicación con el receptor y también una conversación con la tradición.

(Antes de seguir, aclaro que Maillard, en el prólogo a la segunda edición de La razón estética –Barcelona, Galaxia Gutenberg, [1998] 2017 advierte de la tendencia posmoderna a recibir incluso las noticias más trágicas del mundo en los formatos antes reservados a la representación estética, cosa que predispone a recibirlos con placer, cosa que, por supuesto, deberíamos saber diferenciar. Una cosa es un telediario y otra, una película, aunque ambas nos lleguen en soporte idéntico. Un telediario no debería recibirse como espectáculo.)

Hay otras maneras de acceder a esa zona de la conciencia que algunos llaman inconsciente y otros, «fondo común y universal». Tal vez se trata siempre de experiencias de estados alterados de la conciencia, es decir, maneras de acallar la mente consciente. Experiencias que nos separan de la noción temporal, que nos sitúan en el presente, donde nos desenraizamos de la historia de vida (la memoria no deja de ser un constructo mental). «Atención y desapego son las dos grandes indicaciones de cualquier sistema de meditación. La otra orilla se alcanza habiéndose desprendido de todo interés personal» (p. 365). Piénsese en el orgasmo, en la práctica de la escritura, en el placer de la contemplación del arte, en la misma lectura, donde «el sujeto se pierde en el objeto, se olvida de sí como individuo» (p. 343). Piénsese en la meditación, en la práctica de intenso ejercicio físico, en los ritmos musicales repetitivos, en el consumo de ciertas drogas. Hablando de drogas, hay un texto de Maillard, «Un episodio insólito», también recopilado en India, que cuenta una experiencia sumamente sorprendente a partir del consumo de cannabis, algo bastante insólito para cualquiera que haya tenido experiencias con el cannabis. Esto me recuerda a una frase que decía Nora Catelli en sus clases: Poe escribía bajo los efectos del alcohol, pero por más que bebamos alcohol esto no nos garantiza que escribamos como Poe.

Podemos reírnos todo lo que queramos y confiar solamente en lo que mente y cuerpo (así divididos/jerarquizados) nos vienen comunicando. No dejamos de ser occidentales y sospechamos que todo lo psicosomático, lo experiencial, lo espiritual, apesta a autoayuda o anda demasiado cerca de lo místico. Sin duda que la actitud irónica es la mejor manera de tomarse cualquier asunto. Tomarse todo con desapego, con distancia, echando mano de la ironía (que no es otra cosa que distanciamiento). Yo elijo la vía media y, mientras suelto risitas, confío (cuando el cinismo me lo permite) en que la experiencia enseña cosas y que esas cosas nos impulsan a escribir.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Marcelo Cohen o el traductor como develador de misterios

 

Marcelo Cohen, El testamento de O'Jaral, Madrid, Anaya & Muchnik (1995)

O'Jaral es un traductor que sabe que va a descubrir algo nuevo, un nuevo conocimiento, y por eso es vigilado por Ellos. Ellos quieren saber qué es eso que O'Jaral va a pensar así como el propio O'Jaral sabe que en algún momento de su vida va a pensar algo nuevo, aunque le parece que ese pensamiento aún no ha tenido lugar. 

"No habrá perdón para el que desprecie a los traductores. El vulgo no lo sabe ni lo saben los falsos sabios, pero si todo es lenguaje, si nada es real, nada es traducible o todo es traducible. El traductor ha aprendido que siempre es cuestión de traducir la primera frase de un escrito; si lo consigue, las habrá traducido todas. Que quede claro. A la hora de ganarse las lentejas un traductor puede ser un mercenario, pero en su esencia es un intérprete universal. Lo mismo traduce entre idiomas que de un sistema simbólico a otro. Un traductor de verdad es un develador de misterios."

Todo sucede en un escenario urbano lleno de proclamas a favor y en contra del referéndum por la anexión al Grupo Panatlántico, grupo geopolítico que Ellos defienden. Pero hay dos corrientes alternativas a la política dominante, que es dominante en todos los sentidos. Esas dos alternativas se basan en la acumulación de historias diversas para no contar siempre la misma (cosa que amplía la realidad) y en la utilización de una droga, la Gruesa, droga que se fuma, y que también abre las posibilidades de la conciencia. 

De modo que la novela, magnífica novela, transcurre entre las voces de los diferentes personajes que conversan con O'Jaral mientras lo seguimos en todas sus aventuras, o mejor, desventuras, que lo llevan a ejercer oficios muy variopintos en su camino de degradación, o de desintegración.

 


lunes, 9 de noviembre de 2020

Wittgenstein arquitecto: Roig, Castro Flórez, Fernández Mallo

Bernardí Roig, Fernando Castro Flórez y Agustín Fernández Mallo, Wittgenstein, arquitecto, Barcelona, Galaxia Gutenberg (2020)

Libro extrañísimo y sumamente estimulante este que plasma el despliegue de una obra conceptual que implica la multidisciplinariedad. Primero, acciones alrededor de la casa que Wittgenstein y Engelmann construyeron para la hermana de Wittgenstein. También: una escalada (a cargo de Agustín Fernández Mallo) a la "cabaña para pensar" que Wittgenstein construyó en Noruega. También: un concierto de Ravel compuesto para el hermano de Wittgenstein, Paul, pianista, que quedó manco después de la Gran Guerra, pero esta vez tocado por un guitarrista.
 
Todo se vertebra a partir de la idea de que para Wittgenstein (arquitecto) aquella casa construida para su hermana, y de la que se ocupó en persona con inquietante obsesión, era la materialización de una teoría.
"Tanto la cabaña, en su simplicidad constructiva, como la Casa Wittgenstein plantean, para Bernardí Roig, la cuestión de cómo habitar en una cabeza."
Con cameos de Thomas Bernhard y su novela Corrección, donde el personaje Rotheimer se propone construir una casa con forma de cono en el centro neurálgico de un bosque, oh casualidad, para su querida hermana. Y también referencias a ese cuento fascinante "Goethe se muere", en el que Goethe, moribundo, espera la visita de Wittgenstein.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Sandy Stone: lo trans, la realidad virtual

 

Sandy Stone, La guerra de deseo y tecnología, prólogo de Toni Navarro, traducción de Mauro Reis y Federico Fernández Giordano, Barcelona, Holobionte (2020)

https://edicionesholobionte.com/6355-2/

Volumen recopilatorio de algunos de los textos más emblemáticos de Sandy Stone, mujer trans y por lo tanto persona que se ha detenido lo suficiente a pensar qué significa la identidad. Y la identidad en nuestro mundo hiperconectado tiene que ver con la tecnología. Stone, que ya pensaba en estas cosas en los noventa, detectó enseguida la tendencia al aislamiento, es decir, a sentarse cada uno delante de su pantalla para relacionarse con los otros mediante un avatar virtual. Ella habla de una ruta hacia el aislamiento que viene desarrollándose a lo largo de muchos años: 

"[...] la evolución en el mobiliario de bancas a sillas a lo largo de cientos de años; el desarrollo gradual de las habitaciones dentro de las casas que originalmente eran un solo y amplio espacio; el aumento de narrativas de interioridad como los diarios y la novela, la profusión de espejos y retratos de familia, el desarrollo de los hijos como una mera etapa en la evolución de la persona... Todas estas son formas de articular el cambio que hemos experimentado, desde una sociedad en la que el concepto de individuo no existía hasta la manera en que ahora lo entendemos (es decir, el individuo como sinónimo de aislamiento)."

Qué duda cabe, sobre todo en tiempos de pandemia, que cada vez estamos más aislados y somos más individualistas. Sin embargo, esta no es la idea rompedora del libro. 

Este libro tiene dos aspectos que hacen que valga la pena leerlo si uno quiere habitar el presente: primero, la forma, es decir, lo que nos cuenta está construido literariamente, la estructura y el tono deliberadamente narrativo comunican tanto como el contenido. Segundo, nos hace pensar que el género, eso que Simone de Beauvoir pensó como algo que se educa y Judith Butler como algo que se actúa (performatividad), Sandy Stone lo entiende como algo que se simula. Así lo explica Toni Navarro en el prólogo:

"El género se convierte en una simulación; de ahí que en alguna ocasión haya llegado a decir, con cierto tono provocador, que las personas trans inventaron la realidad virtual: por un lado, porque estuvieron presentes en sus inicios (incluida ella misma) y se encontraban entre las personas que contribuyeron a sentar los cimientos de los sistemas electrónicos; y, por otro lado, por la virtualidad inherente al género, donde a las personas trans se les ha exigido siempre que generasen una realidad alternativa en la que siempre hubieran sido 'hombres' o 'mujeres'."

En su famoso "El imperio contraataca: un manifiesto postransexual", nos dice que lo trans no es un género (sexual) sino un género artístico: 

"[...] propongo constituir a las personas trans no como una clase o un problemático 'tercer género' [third gender], sino como un genre: un conjunto de textos corpóreos cuyo potencial para la disrupción productiva de las sexualidades estructuradas, así como su abanico de deseos, están aún por explorar."

Sandy Stone también reflexiona sobre la relación entre virtualidad y cuerpo, sobre todo en relación al placer, el dolor y el deseo. Y trata asuntos relacionados con el lenguaje y el poder, es decir, nuestro lenguaje colonizado por estructuras de dominación.

El libro incluye además un apartado de ficción, o mejor, de ciencia ficción, que resulta interesante si lo leemos desde un punto de vista biográfico más que literario, como soporte a la teoría, y se cierra con dos entrevistas que vienen a resumir todo lo que estuvimos leyendo.


lunes, 19 de octubre de 2020

Tamara Kamenszain o cómo un escritor aprende a leer

 

Tamara Kamenszain, Libros chiquitos, Buenos Aires, Ampersand (2020)

https://www.edicionesampersand.com/product-page/libros-chiquitos-tamara-kamenszain

Esta colección "Lectores" de la editorial Ampersand es la constatación de que los escritores que me interesan todavía existen. Me refiero a esos escritores que son primero lectores, o mejor, que son siempre lectores y que su escritura responde a una manera de leer. O que su estilo se construye como una respuesta a una lectura. Todo escritor es ante todo un lector, al menos así lo aprendimos después de Borges.

"[...] leer y escribir es una dupla que solo puede separarse cuando se levanta la cabeza de las páginas ajenas para volver a inclinarla en las propias. Ya sé, estoy diciendo algo que es una obviedad para cualquier escritor."

Tamara Kamenszain es una poeta y ensayista argentina que en Libros chiquitos nos cuenta su personalísima manera de leer. Uno diría que no es del todo personalísima porque es parecida a la manera de leer de sus contemporáneos, y también: a la manera de leer de los alumnos de sus contemporáneos, entre los que me incluyo, alumnos de la escuela francesa, del estructuralismo, del formalismo ruso. En España: más comparatistas y teóricos literarios que filólogos. Con esto quiero decir que desde el formalismo ruso y sobre todo después de Roland Barthes aprendimos a leer mirando el cómo y no tanto el qué. Ella lo llama aquí el "ver hacer" macedoniano, es decir, el ser capaz de leer prestando atención a cómo ese libro ha sido construido, prestando atención a lo que el otro día en el II Festival de literatura latinoamericana de Lata Peinada Rodrigo Fresán llamó leer el "estilo". Fresán dijo que apenas un 20% de lectores son capaces de leer el estilo. Supongo que la gran mayoría de ellos son escritores.

"El equilibrista máximo de estas prácticas sin red es, para mí, Roland Barthes. Nuestro Barthes, porque cada generación que lo lee -y ya van varias- tiene el suyo. Hablo del que deslumbró a la mía con El grado cero de la escritura, libro chiquito y enorme a la vez, que nosotros leíamos en voz alta como si leyéramos poemas. No sé si entendíamos mucho, no lo creo, pero simplemente escucharnos a nosotros mismos modular algunas palabras novedosas como 'escritura' o 'estilo' configuraba un acontecimiento. Hoy ya pasaron más de cuatro generaciones usando, con absoluta naturalidad, la palabra escritura en el sentido barthesiano del término. (Incluso hay que admitir que, a esta altura, se trata de una palabrita bastante devaluada, que pide a gritos ser reemplazada por otra.) Pero para nosotros, que solo disponíamos de 'literatura' -con toda la carga de sentido y de supuestos que la palabra acarreaba-, 'escritura' se había transformado en una verdadera contraseña que nos permitía resetear a cero nuestro agotado modo de leer."

 

Kamenszain plantea aquí, entre otros, un concepto interesante llamado "las tretas del débil", generalmente usado por las mujeres para apropiarse de la escritura. Ellas toman ese espacio que está al margen, en la periferia, el único que a menudo el mainstream nos deja. "Las tretas del débil" se traduciría en escribir como pidiendo permiso, como disculpándose. Uno podría argüir que El Quijote comienza de esta manera y que a menudo todo lo que comienza en el margen tiende a ir desplazándose hacia el centro. Hace poco en una charla sobre periferias feministas reflexionaba sobre esto y ponía el ejemplo del mismo Borges, ese escritor canónico de la literatura argentina. Pues bien, cuando Borges construía su obra lo hacía desde la periferia, usando géneros secundarios (policial, ciencia ficción, falsa biografía, falso ensayo), escribiendo cuentos, y sin embargo hoy es "un escritor central para nuestra literatura" (la cita pertenece a Ursula K. Le Guin). Kamenszain nos dice aquí que el concepto de "las tretas del débil" ha quedado "como un manifiesto para los estudios de género latinoamericanos".

 


 

lunes, 21 de septiembre de 2020

Cynthia Ozick: escritores, monstruos y fantasmas

 

 

Cynthia Ozick, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (2016), traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Mardulce (2020)

http://www.mardulceeditora.com.ar/ensayo.php

Cynthia Ozick define a los escritores como monstruos, es decir, esos seres que difícilmente encajan con la gente común. Cualquiera que haya tenido que dar explicaciones de por qué prefiere quedarse en casa leyendo a irse de fin de semana entenderá perfectamente a qué se refiere. Un escritor-monstruo ha montado su vida a partir de la escritura y la lectura, y si eso no existe es como si él no existiera, como si muriera. Debería construirse desde otro lugar, convertirse en otra persona. A eso se refiere el tópico de "si no escribiera querría morir", porque de verdad que tendría que morir, al menos metafóricamente, ya que la vida tal y como la ha concebido perdería el sentido, se desmoronaría por completo si la literatura no estuviera allí. Tendría que construirse otra identidad y eso es algo que da mucho trabajo. 

Hay además otra cuestión a propósito de quiénes son estos escritores-monstruos. El escritor es tal solo cuando está escribiendo, el resto es una máscara con funciones meramente prácticas o sociales. Se puede decir que el escritor es la encarnación más literal de Jekyll y Hide. Ozick plantea estas cuestiones en "Escritores, visibles e invisibles", y vale la pena copiar algunos párrafos:

"Los escritores son seres ocultos. Uno nunca se los encuentra; o bien, si alguna vez usted cree estar viendo a un escritor, teniendo una discusión con un escritor, o escuchando una charla dada por un escritor, entonces puede estar seguro de que todo ha sido una equivocación. [...] Los escritores solo son lo que auténticamente son cuando se encuentran trabajando en la silenciosa e instintiva celda de la soledad fantasmal, y nunca cuando están afuera conversando industriosamente en la terraza."

De modo que el escritor tiene dos caras: la social y la fantasmal. La cuerda y la arrebatada por la locura del arte. Ozick le da un vuelco al asunto y cree que la locura del escritor está del lado de la sociedad, de la multitud, no del lado del que teclea escondido, invisible, como un fantasma.

"La locura del arte [...] no está en el arte, sino en la enloquecida y enloquecedora multitud, donde todas las formas de visibilidad se codean entre sí, mientras los fantasmas se sientan a solas ante sus mesas de escritura y escriben, escriben, escriben, como si la necesaria transparencia de sus almas dependiera de ello."

Qué preciso eso de buscar la "transparencia de las almas", porque ¿quién demonios es el escritor? Sabemos que no es el que está hablando en la terraza, pero tampoco es fácil conocer realmente la identidad de ese fantasma cuando está escribiendo, cuando es escritor. Lo bueno del asunto es que parte de esa esencia queda plasmada en la escritura. Piensen en aquello que decía Blanchot de la imposibilidad de leerse a sí mismo pero trasladado a la identidad: oh, alma resbaladiza, insondable, fantasmal, que el escritor-monstruo se empeña en volcar hacia fuera.