Insular invita al lector a recorrer países, culturas, identidades. Un libro de cuentos que trabaja diferentes voces y registros, con mucho ritmo y notable técnicamente.
Sin duda que existe una larga tradición de
grandes cuentistas argentinos. ¿Alguna vez te planteaste a qué se debe? ¿Alguna
teoría al respecto?
Si lo vemos desde una perspectiva regional, yo creo que es por razones
históricas. El devenir de Latinoamérica se caracterizó siempre por su
fragmenteriedad: conquistas, masacres, migraciones, dictaduras, apropiacionismo
cultural... Ante este panorama tan convulso, el cuento, un género flexible y
propenso a la experimentación, halló en la región un territorio fértil para su
desarrollo. Y a diferencia de lo que ocurre en Europa, la narrativa oral sigue
muy viva en la literatura latinoamericana, y la oralidad se sustenta en el
cuento, no en la novela.
Jonathan Littell, Los relatos de Fata Morgana, traducción de Robert Juan-Cantavella, Barcelona, Galaxia Gutenberg (2020)
A veces reviso galeradas deliciosas y apunto cosas en un cuaderno. A veces pasa un tiempo hasta que encuentro los apuntes y luego pienso en redactarlos y luego me digo que tal vez no haga falta. Jonathan Littell es un constructor de estilo como pocos. La lectura se apoya en el estilo y tengo cada vez más ganas de leer Las benévolas.
Este libro recopila cuatro relatos suyos y mis apuntes decían:
Percepción y estilo
Escenas surrealistas, desconectadas
Todo unido por la percepción del narrador: ahora se viste de mujer, ahora conoce a una mujer, ahora rompe con una mujer
Mucho erotismo
Una fiesta, una guerra, una piscina, un jardín lleno de niños
Onirismo, lógica de un sueño, inconexo
"A este relato no hay nada más que añadirle. No tengo muy claro de dónde viene ni sé qué quiere decir, tampoco a quién podría estar destinado; de momento, significa que ya he terminado; solo me queda enviárselo a alguien que a su vez se lo enviará a otro, más lejos, sin esperanza de un retorno, de una contraclave que pondría fin a mi desposesión. Como mucho, me hubiese gustado que tuviese el sabor de un sorbete de lima, fresco, ligero, acidulado, tomado al sol en una gran piscina, en el agua clara en que sumergen sus cuerpos los bañistas como se sumerge uno en la aspereza de la vida, sin una mirada atrás."
Qué bien lo está haciendo Holobionte ediciones. Cada vez que llega un libro suyo a casa, propone una experiencia de lectura que invita a pensar de otra forma, con otros horizontes. Nos cansamos de leer ciudades, cosa del siglo pasado. Ahora queremos leer constructos, como David Bowie. Cuando uno llega a un texto que lee constructos de esta manera, agradece el ejercicio de la imaginación y el rigor y sobre todo que no pierda de vista el humor.
Con un estilo fresco, de crítico musical, fresanesco, Ramiro Sanchiz lee a David Bowie todo entero. Su performance, su identidad, su música. Hasta las carátulas de sus discos. Este libro es decididamente fan, pero no se parece a biografía alguna, pues no se centra en la vida de Bowie sino en su faceta artística. Sé que es difícil marcar esas diferencias cuando hablamos de David Bowie.
Digo que no se parece a ninguna biografía porque Sanchiz lee bajo el prisma del posthumanismo, que postula teorías siempre resbaladizas, ambiguas, con límites emborronados, deslizantes y donde siempre predomina la ficción. Todo eso se puede aplicar perfectamente a David Bowie como si fuera el paradigma de lo posthumano en todos los sentidos. Analiza su aspecto, sus avatares, su sonoridad, sus prótesis y préstamos. Incluso etiqueta como posthumanismo sónico la última parte de su carrera, donde la voz de Bowie (lo que se podría considerar como lo más identitario y permanente) se borronea.
"A la idea de que nunca fuimos humanos vamos a proponerle un complemento específico: la noción de que lo humano (o, más específicamente, sus contornos y las formaciones discursivas que los proponen, trazan y mapean) es una hiperstición, entendiendo el término bajo el significado propuesto por la CCRU en la década de los noventa: aquellas ficciones, es decir, que producen ellas mismas las condiciones por las que son percibidas como una realidad. Ni lo humano ni la persona individual, ni el sujeto ni el yo son cosas dadas sino, por el contrario, cosas producidas: en tanto ficciones, se volvieron 'realidad' en la medida en que se propagaron exitosamente por la cultura y retroalimentaron los procesos que las produjeron para, a su vez, producir formaciones simbólicas nuevas."
Además, a este libro le debo haberme hecho obsesivamente fan de Nicolas Roeg, autor de El hombre que cayó a la tierra, una de las mejores películas que vi nunca jamás, donde Bowie es un extraterrestre sumamente tierno.
Las palabras son témpanos en esta novela. Están flotando sobre un mar helado que es la trama, donde el amor apenas existe, pues lo que vemos aquí es la historia de una obsesión. Una urgencia del ego que necesita apremiantemente satisfacer su orgasmo.
Un amor cuenta la historia de Nat, una traductora que se va a vivir a un pueblucho perdido porque es lo único que puede permitirse. Enseguida se siente observada y avasallada por los hombres de allí. Es la nueva. Todos sienten curiosidad. Un día, se acerca un alemán y le propone que se acuesten a cambio de arreglarle el techo de la casa, que está lleno de goteras. A partir de entonces nace una relación obsesiva, pues ella pretende intimar con él y eso es imposible.
"¿Es una obsesión? Sí, claramente es una obsesión. Pero no solo eso, se dice. Es un rapto, una metamorfosis, una transformación radical de lo esperado. Lo que estaba fuera, en la lejanía del paisaje, lo que era invisible y carecía de interés, está ahora dentro de ella, habitándola, sacudiéndola."
A todos les cuesta comunicarse en este pueblo y el lenguaje no sirve para nada. El paisaje es otro protagonista; a veces la define, muestra su estado de ánimo. Sin embargo ella quiere intimar con el alemán, se empeña "en traducirlo, en llevarlo a su terreno". Pero nada. Las palabras son cosas, cosas heladas. Son la escaleta de un guión de cine. Allá van flotando como témpanos.
"En la distancia se perfila una palabra -así- y después una frase completa: así es como comienzan los disfraces."
Evidentemente la cosa se va poniendo cada vez más tensa, más Dogville. De hecho, todo estalla a causa de un terrible accidente con su perro.
Este es el estilo Sara Mesa. Novelas contenidas, construidas con precisión milimétrica, con un dominio notable y cinematográfico de la tensión narrativa, de la intriga. Con tramas donde las mujeres son sometidas al ejercicio del poder patriarcal. Se conciben como víctimas y tienen miedo. Y todo eso en un entorno estilístico neutro, contenido, grado cero.
La destrucción de la torre de Pisa incluye tres novelas cortas de Miquel Bauçà, poeta catalán de culto según leo por todos lados: Calle Marsala, El viejo y La carcelera. Lo que escribe Bauçà es raruno a la manera artaudiana, a la manera surrealista, con un humor extraño y mucha corporalidad. Las frases arrancan y deliran enseguida, con cierto extrañamiento conseguido más por el irse por las ramas del concepto que por otra cosa. Porque el lenguaje es sencillo y de todo se ocupa el ritmo, y en esto se nota que es novela de poeta. No se trata de novelas con peripecia o argumento elaborado (o desarrollado), o al menos no con un argumento que uno pueda contar como se cuenta una historia o una anécdota. Se trata de una de esas lecturas-experiencia.
Calle Marsala cuenta la historia de un vendendor de jabón y de las cosas que siente, de su cuerpo. Se masturba todo el tiempo y está obsesionado con la guerra. El viejo cuenta la historia de un anciano que está encerrado y sale al patio solo para cantar. La carcelera cuenta la historia de un tipo que está encerrado y describe a esa mujer que es dueña de su libertad. Si uno fuerza el sentido de este libro, puede encontrar un hilo conductor entre estas tres historias: todos están encerrados, en un cuerpo, en una jaula, en una mujer. ¿O tal vez el personaje siempre es el mismo?
"También a mí me convendría avanzar. Podría adquirir una casa baja, con alcoba y mesilla de noche, totalmente en penumbras. Un santo cristo encima del secreter. Las sábanas, todas de lino, como quiere mi amada. Pasarme los dedos por el cuello y la sotabarba, satisfecho. Esperar a tener sueño. Consultar primero a Ausiàs March y a continuación a Jordi de Sant Jordi. Con su permiso, introducirme a tientas dentro de la cámara prohibida y profanarla. Entro. Un gato que se estira en la barandilla hace que la polla me tironee. Se me pone dura dentro de la penumbra. No sigo. No ha pasado nada. La lluvia empieza a caer. Un niño llora. Una mujer chilla: 'Carles'. Una vez más compruebo mi indefensión. El dolor me asalta. Debo prepararme para la guerra. La saliva empieza a caerme por la hendidura de la boca. Me voy. Me sacudo un insecto que me ha visto. Al llegar, ya tocaré, lívido, la armónica. Es lo mejor que puedo hacer." (Calle Marsala)
Es notable cómo cambian las maneras de leer a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en este libro Rosa Chacel se pregunta por qué no existe el género de confesión en España. También cambian las maneras de escribir, a juzgar por la profusión de autoficciones o literaturas del yo (Rosa Chacel misma, una de las voces más destacadas en este sentido) o confesiones más o menos ficcionadas en el panorama literario español de hoy.
El caso es que Rosa Chacel, a través de un análisis más bien psicoanalítico y filosófico, con ese estilo propio de las introducciones de Cátedra que leíamos cuando estudiábamos filología, es decir, ese estilo de exégesis del filólogo, primero aborda a tres grandes autores de confesiones: San Agustín, Rousseau y Kierkegaard. Después, se adentra en tres autores españoles: Cervantes, Galdós y Unamuno. Evidentemente, a Cervantes se le perdona todo y queda fuera de cualquier tipo de acusación, sobre todo porque en el personaje del Quijote Cervantes se mostró a sí mismo sin tapujos, dice Chacel. Pero en cuanto a los otros dos, llega a la conclusión de que jamás se muestran en sus textos porque en España hay un complejo con el eros, también en la novela, que siempre queda en algo parecido a un punto ciego. Luego le echa la culpa a eso precisamente, a ese pudor, la falta de interés por los escritores españoles de entonces.
"¿Qué régimen de anacoretas habría sido el nuestro si no hubiéramos devorado la novela del resto de Europa? Francia, Rusia, los escandinavos, pasiones y climas rezumantes de contenido humano. Esto nos sirvió para madurar, para adquirir facultades, tener gustos y predilecciones. Además, nos sirvió para ver lo que nos faltaba y, sobre todo, para intuir por qué nos faltaba. En esto estribaba el retraimiento de nuestro amor. Tanto se nos censuró el extranjerismo, tanto se habló de la manía esnob de buscar lo exótico... Lo que nos alejaba de nuestros escritores era el percibir que nos ocultaban algo. Sentíamos que lo que en Galdós parecía discreción, 'respeto de sí mismo', y en Unamuno sobriedad cuáquera, parquedad sin deleite, era, indiscutiblemente, ocultación. Pero ¿falsedad?, ¿hipocresía?... No, nada de eso, sino la más grave de las ocultaciones: nos ocultaban lo que se ocultaban a ellos mismos. Por eso la ausencia, el punto ciego u opaco, la fealdad a veces, la mudez del fantasma que se escamotea en sus obras, se puede compendiar diciendo que lo que falta en ellas es confesión."