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"Recordemos que, en su famoso poema, la diosa le ofrece a Parménides dos caminos: el del sí y el del no, el de lo que hay ([...] 'lo que está siendo') y el de lo que no hay o, como suele entenderse, el del ser y el del no-ser. De estos dos caminos solo el primero puede pensarse, y puesto que 'lo mismo es para el ser que para el pensar', solo ese es transitable. El otro, el del no, es inescrutable. Propongo que nos situemos por un instante en esa bisagra porque este fue el momento en el que, en Occidente, la filosofía se convirtió en teoría del lenguaje. El mundo de los conceptos se superpuso al mundo de los signos en el que la palabra, consciente aún de su función, no olvidaba que tras ella, tras cada una de ellas, latía algo inapresable e inexpresable. La diosa separó las dos hebras del universo, las alisó, hizo de ellas dos caminos, y el griego optó por uno de ellos, el del sí, el de lo que puede pensarse y decirse sin que deje de ser nunca idéntico a sí mismo. A esa identidad, a esa repetición, la llamó 'verdad'. Del algo-siendo [...] de los griegos al esse latino, del participio al infinitivo, de la ontología, pues, a la teología del Ser, habría aún un largo camino -que sería propiamente el de la teología cristiana-, pero lo cierto es que, a partir de ese momento, el curso del universo, aquel que Heráclito aún veía fluir y alternar entre opuestos, se detuvo. Perdimos de vista el movimiento, las cosas vinieron a habitar el lenguaje, la vida se separó de la muerte, la razón se separó del cuerpo. La intuición fue relegada a la zona oscura. Se instauró el reino de las ideas, inmóviles, indivisibles, finitas, idénticas a sí mismas, pensables pero tan solo pensables y, por supuesto, discutibles. Y todo ello en la confianza de que las palabras pudiesen convertir la realidad en algo estable, susceptible de ser manipulado y controlado."