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«… En realidad, esto me sucede a menudo, sentir como si las
palabras, las palabras de otros, han desplazado las mías y me han dejado sin
espacio; no sé por qué, a través de qué mecanismo, ocurre esto, pero cuando
pasa, y pasa a menudo, descubro que desarrollo una necesidad, un anhelo sincero, de palabras que no se hayan convertido en amargas y extrañas ―o
sea, de palabras propias, palabras que sean exclusivamente mías en medio de
este fregado ajeno―; y sin embargo me encuentro con que, cuando busco dichas
palabras ―las mías―, no parece haber ninguna: todas mis palabras, ante el menor
examen, me parecen ajenas, mucho más obra de otros; y por tanto me pregunto
cómo puedo afirmar que nada de lo que ocurre en mi conciencia es mío y no
producto de alguna alteridad; a menudo siento que no pienso tanto como que
atiendo subrepticiamente a mis propios pensamientos, que escucho una narración
que está siendo contada entre otros: que son otros los que me piensan; porque,
a decir verdad, nada de ello parece salir de mí […].»
Juan José Saer, El concepto de ficción (1997), Barcelona, Rayo Verde (2016)
«El trabajo de un escritor no puede definirse de antemano.
Aun en el caso de que el escritor parezca perfectamente identificado y conforme
con la sociedad de su tiempo, de que su proyecto sea el de ser ejemplar y
biempensante, si es un gran escritor su obra será modificada, en primer lugar
en la escritura y después en las lecturas sucesivas, por la intervención de
elementos específicamente poéticos que sobrepasan las intenciones ideológicas. [...] El
escritor debe ser, según las palabras de Musil, un “hombre sin atributos”, es
decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de
certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori
toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su
nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor
debe ser el guardián de lo posible.»