Fuera, lejos, desprendida de mi mesa de trabajo, esa mesa o lugar que ahora es no-lugar (o lugar-simbólico-recuerdo, un cable a tierra allí donde sé que habita mi concentración y eso que a veces llamo proyectos), espero soñolienta y desganada y abúlica de poner los dedos en la máquina de las palabras, pero espero, digo, que al llegar a esa mesa de mí consiga incorporarme a la corriente de los devaneos que ahora se ha diluido en mí, y a saber si la corriente notará el paréntesis, y a saber si sabrá sacarle provecho, ese fluir que ahora conservo como deseo y cicatriz en la piel de mis codos gastados.
Lejos, aunque posiblemente alrededor de mí (si puedo nombrarme sin mesa de trabajo, si puedo decir yo y acostumbrarme a este nuevo escenario que acaba por descolocarme y apartarme del discurrir de mí), atino a rememorar ese imaginario derridiano ahora que estoy alrededor, ahora que habito la periferia de mi propio trabajo, como si trabajo fuese mesa de trabajo, como si apartarse de esa mesa y fugarse de esa mesa fuese la ruptura del convencimiento de ese trabajo, como si alejarse me dejara un regusto de duda, de si vale la pena escribir. Escribir, ese acto obceno, dice Derrida, ese mostrarse al desnudo y enseguida pedir perdón por la desfachatez.
Lejos y al mismo tiempo hospitalaria con cada desgaje, porque desgajarse obliga a suponer un límite y también un anclaje, acogedora con cada alejarse porque irremediablemente uno vuelve allí, porque situarse un poco en el afuera o la periferia de sí tergiversa las convicciones y las pone sobre la mesa y las baraja y las muestra. (Aclaro que soy torpe para las trampas y nunca supe guardarme el as en la manga.)
Exilada de mí me extravío en el sinsentido de mi trabajo y transito uno extranjero: se trata de un documental de Jacques Derrida en Arte (Francia), con subtítulos en español. Una huella derridiana para el desaliento.
http://www.youtube.com/watch?v=2dFM1OO315k