El
otro día, cuando recordaba ese gesto que hace mi cuñada (guiña un ojo y hace un
ruidito con la boca al mismo tiempo: chic, más que un ruidito es como un
chasquido rápido y que pretende ser simpático), gesto de complicidad y de
empatía, me preguntaba si la primera vez se lo vi a ella o a mi hermano, y
después no supe si había sido ella la primera o más bien ella había
perfeccionado un gesto que primero había empezado en mi hermano (que solía
guiñar y acto seguido decir okey, okey). Mi otro hermano, el pequeño, hubo un
tiempo en que también hacía ese gesto, el de mi hermano acompañado del okey. Todo
esto no hace más que corroborar el contagio de los gestos cuando convivimos con
las personas. Como los gatos y los perros que dicen que se parecen a sus
dueños.
Nosotros tuvimos un perro, o preciso: unos cuantos perros, pero si pienso en el primero, Olk, no sabría decir a cuál de nosotros se parecía. Yo solía dejarlo entrar en casa, era listo y le gustaba tumbarse en el sofá, que llenaba de pelos, y también frente a la chimenea, a veces tan cerca que podíamos sentir olor a pelo quemado. Se le calentaba la espalda tanto, tanto, a veces también la cabeza (que acostumbraba apoyar en la misma base de la chimenea), que hubo ocasiones en que teníamos que despertarlo (aunque estuviera soñando y moviera sus patas con frenesí, como suelen moverlas los perros cuando duermen) para que se alejara un poco al menos. Además estaba el temor añadido de que un tronco se deshiciera y un trozo de brasa fuera a darle en la cara, o que una chispa no fuera solo chispa y le hiciera quemaduras en el cuerpo.
Eso en inverno. En verano solía ladrar desesperado alrededor de la piscina cuando nosotros nos bañábamos, y hubo veces que se tiraba él solo con intención de rescatarnos, según creíamos nosotros. Después había que sacarlo. Todas esas precauciones y temor paternalista se lo atribuíamos a que, de cachorro, había caído a la piscina un invierno (quizá fuera otoño, cuando el agua estaba allí todavía pero mi mamá ya no la mantenía sino que la reutilizaba mientras se iba vaciando), de modo que Olk cayó a la piscina medio vacía y nadie se percató de inmediato, por lo que nunca supimos cuánto tiempo llevaba el pobre cachorro nadando y esperando a ser rescatado. Alguien lo sacó, mi mamá o mi papá, no recuerdo, sí recuerdo en cambio cómo fue llevado de inmediato entre lamentos y conmoción de los hermanos a la bañera con agua calentita y fue friccionado con toallas perfumadas y atendido con mil amores por mamá. Supongo que desde entonces a Olk se le permitió estar en casa, se le dejó que durmiera junto a la chimenea y ya se sabe lo que pasa con las costumbres, incluso con las buenas.
También
sabía abrir las puertas, pelear como un guerrero (era un pastor alemán mezclado
con dobermán de considerable tamaño), y vaguear, como todo buen perro. Ladraba
mucho, con un ladrido de esos lentos y pesados. Le encantaba viajar en auto. Se
asustaba con los petardos de Año Nuevo, pero en eso lo entiendo, a mí también
me dan miedo, como un terror atávico.
Un verano nos fuimos de vacaciones coincidiendo con las fiestas, y mis padres, temiendo el escándalo de cada año, tomaron la precaución de dejar al perro en un hotel de perros o algo similar. Mi padre, que era el encargado de estas tareas en casa, se cuidó de avisarle al tipo del hotel la barahúnda que montaba Olk ante el mínimo chasquido, y le dejó los sedantes que Olk tomaba cada año. Por supuesto que el buen hombre le dijo que se quedara tranquilo, que no era el primer perro que cuidaba, y cuando volvimos de vacaciones nos enteramos de que Olk, encerrado en un pequeño aseo la noche en cuestión y colocado de sedantes hasta las orejas (el hombre tenía derecho a una copa de champán, y nunca se hubiera imaginado…), arrancó unos cuantos azulejos del suelo y la pica de cuajo. Se lo encontró temblando y todo ensangrentado.
De mayor empezó a ponerse violento. Cuando lo molestaban, enseñaba los dientes. Por supuesto que eso preocupaba a mamá. Lo único que faltaba era que el perro mordiera a alguno de la familia. Olk se había dado cuenta de que podía dar miedo, y que ese temor que nos infundía le servía para que lo dejáramos en paz.
Poco después surgió lo de venir a España, y la colocación de los perros era un tema que había que resolver cuanto antes. Para entonces quedaban dos: la perra había muerto a causa de una complicación de los riñones y uno de los cachorros había sido envenenado. El otro cachorro, como era lindo y joven, enseguida encontró cuidador. Pero faltaba Olk. Papá iba dando voces, y entonces conoció a un carnicero que vivía en el campo y que andaba buscando un perro que metiera miedo. Mi padre todavía se acuerda de abrirle la puerta para que saliera del auto y de cómo se fue como tiro a perseguir unos gatos. Después volvió. Se hicieron las presentaciones pertinentes y algunas carantoñas. El carnicero dijo ya vengo, y cuando salió del local, para comprárselo, le lanzó un hueso con bastante carne. Un truco fácil. Mi padre cuenta que Olk cazó el hueso al vuelo y que lo lanzaba hacia arriba haciéndolo girar en el aire para volver a morderlo. Entonces se fue tranquilo, porque díganme si eso no es una imagen de la felicidad. Al menos una concreta: un perro lanzando un hueso al aire en medio del campo.
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