rumiar la biblioteca: Kafka y sus precursores
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lunes, 12 de mayo de 2014

Virginia Woolf y el lector paranoico

Virginia Woolf, Horas en una biblioteca, traducción de Miguel Martínez-Lage, Barcelona, El Aleph Editores (2005)

"¿Quién teme a Virginia Woolf?" Así se titula una obra de teatro de Edward Albee. Y también la canción que allí se canturrea antes de que lleguen los invitados. Confieso que yo le temo bastante, si por temor entendemos fascinación o lo confundimos con desmedida delectación. Todo eso que nos tomamos tan en serio que nos atemoriza por excedernos. Aunque bien es cierto que el miedo no está lejos, si de lectura hablamos, del placer, y eso lo dijo Roland Barthes, y yo estoy de acuerdo.

Pero además del placer, Virginia Woolf mete miedo. Sobre todo cuando, ironía en mano, desbroza malas hierbas y flores que por no ser, no son siquiera asilvestradas, porque nadie niega que el natural tiene su encanto. No pensemos que se mete con el reseñado, sino más bien con los colegas y sus opiniones sobre ese autor, con la intelligentsia inglesa. Virginia identifica lo falso y, con desenfado, descubre la hoz y se pone a ello, aunque nunca pierde el desparpajo, lo cual no deja de seducirnos pero sobre todo de atemorizarnos, porque esa cosa sigue estando afilada y suelta destellos. 

De esta colección quería detenerme en el primer artículo, "Horas en una biblioteca", que da nombre al libro, publicado en 1916, por venirme al pelo al espíritu del rumeo, y porque es uno de los pocos que no dan miedo, y de seguro que por eso encabeza la colección, para animarnos a seguir leyendo. Allí se postula la naturaleza del placer de la lectura, la preferencia por los clásicos en la juventud y edad de aprendizaje, los cambios de intereses a medida de pasan los años y cómo al comienzo de la edad adulta, digámoslo así, empezamos a desarrollar una curiosidad y un sentido de camaradería con los autores contemporáneos. 

"Uno de los síntomas del paso de la juventud, desde luego, es el nacimiento de un sentido de camaradería con otros seres humanos, que surge cuando ocupamos nuestro lugar propio entre ellos. Quisiéramos pensar que mantenemos nuestros criterios con la misma exigencia de siempre, pero es cierto que nos interesamos más por los escritos de nuestros contemporáneos y les perdonamos su falta de inspiración en aras de algo que los hace más cercanos a nosotros. Es incluso defendible que de hecho obtenemos más de los vivos, aun cuando puedan ser muy inferiores, que de los muertos. En primer lugar, no puede haber vanidad secreta en la lectura de nuestros contemporáneos, y la clase de admiración que inspiran es extremadamente cálida y genuina porque con el objeto de dar paso a la fe que en ellos tengamos a menudo hemos de sacrificar algún prejuicio muy respetable, y que nos daba incluso credibilidad. También tendremos que hallar nuestras propias razones para justificar lo que nos gusta y lo que no, lo cual espolea nuestra atención, y es la mejor manera de demostrar que hemos leído a los clásicos con la debida capacidad de comprensión."

Podría argüirse que Virginia, la joven señora Woolf, tenía apenas 34 años cuando lo publicó, y que su paciencia era por entonces infinita. Porque dice:

"De todos modos, si necesitamos todo nuestro conocimiento de los escritores de antaño para seguir la pista de lo que los nuevos escritores intentan plasmar, también es sin duda cierto que volvemos de aventurarnos entre los libros nuevos con una mirada más aguda a la hora de afrontar los viejos. Parece como si ahora fuésemos capaces de desvelar por sorpresa sus secretos, de llegar a lo más profundo, de entender cómo se ensamblan sus partes diversas, porque hemos presenciado cómo se hacen los libros nuevos, y con la mirada limpia de todo prejuicio podemos juzgar con más verdad qué es lo que hacen, qué es bueno de veras, qué es malo."
Esto recuerda un poco, solo un poco, o quizá algo más que un poco a aquel texto borgiano de 1951 "Kafka y sus precursores", aunque podría argumentarse que Borges siempre da una vuelta más a la tuerca. No sé si titular la entrada "Woolf, precursora de Borges", aunque a nadie sorprenderá la relación, sobre todo porque es de sobra conocido que el susodicho tradujo Orlando. Permítanme que copie aquí un párrafo iluminador, que no da miedo, sino todo lo contrario, y esa es la virtud de Borges, la de no sacar la hoz:

"En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro."
Ahora bien, corremos el peligro, lectores paranoicos, de estar leyendo a un autor y encontrarle precursores por todas partes. Digamos que el lector paranoico, síndroma del que padecemos algunos comparatistas y muchos escritores, nos hace relacionar absolutamente cada frase que nos caiga bajo los ojos con el autor que estemos leyendo, y muchas veces también con nuestros propios textos. (Habría que repasar aquellos apuntes de Gadamer y la hermenéutica, pero lo haré en otro momento.)
En ese caso se hablará del autor que crea a sus propios precursores, incluso después de haber publicado. Algunos lo llamarán plagio, y nosotros diremos que no lo conocíamos, entonces dirán "plagio sin saberlo", que suena triste porque enseguida nos sabemos ignorantes.  

Aunque la ignorancia tiene su premio. Porque cuántas veces nos topamos por ahí con un precursor del que desconocíamos su existencia. Y qué felices cuando el presunto precursor es un monstruo a tener en cuenta, y, oh, qué éxtasis cuando ni siquiera lo habíamos leído y nos zambullimos en sus textos con delirios de grandeza. Él es mi precursor, nos repetimos, y el mundo parece mejor y más justo, y agradecemos la ignorancia y nos pasamos horas en la biblioteca.