[Publicado en Quimera. Revista de Literatura n.º 394, septiembre de 2016]
Las cosas que perdimos en el fuego, de la argentina Mariana Enriquez (1973), debería llevar el logotipo de peligro en la cubierta o al menos una advertencia del tipo: Le advertimos que lo que encontrará en este truculento universo habitado mayormente por chicas adolescentes y destroyers, niños deformes y zombis, un montón de fantasmas y desaparecidos que regresan para aterrorizarnos, gente que malvive en la calle bajo leyes estremecedoras, violencia constante, casos de corrupción, psicóticos y desquiciantes hikikomoris, mucho calor y un elevado porcentaje de drogadictos, se acerca bastante al susto y a la taquicardia, aunque con agudísimas dosis de sentido del humor.
Las cosas que perdimos en el fuego, de la argentina Mariana Enriquez (1973), debería llevar el logotipo de peligro en la cubierta o al menos una advertencia del tipo: Le advertimos que lo que encontrará en este truculento universo habitado mayormente por chicas adolescentes y destroyers, niños deformes y zombis, un montón de fantasmas y desaparecidos que regresan para aterrorizarnos, gente que malvive en la calle bajo leyes estremecedoras, violencia constante, casos de corrupción, psicóticos y desquiciantes hikikomoris, mucho calor y un elevado porcentaje de drogadictos, se acerca bastante al susto y a la taquicardia, aunque con agudísimas dosis de sentido del humor.
Atengámonos a lo evidente: Las cosas que perdimos en el fuego es una colección de cuentos de
terror psicológico, social y político. Sin ir muy lejos, recordemos que la
reciente historia argentina se asimila bastante al horror (“La ciudad no tenía
grandes asesinos, si se exceptuaban los dictadores, no incluidos en el tour por
corrección política”, en “Pablito clavó un clavito: Una evocación del Petiso
Orejudo”). Ahora bien, Mariana Enríquez toma el género de terror y lo retuerce,
lo exacerba de realismo y de ironía, expone el pánico que ataca cotidianamente
a los que habitan en tantísimas ciudades latinoamericanas, y por eso da más
miedo que un vampiro.
“Me daba cuenta, mientras el chico sucio se lamía los dedos chorreados, de lo poco que me importaba la gente, de lo naturales que me resultaban esas vidas desdichadas.” (“El chico sucio”)
“Durante años pensé que este río podrido era parte de nuestra idiosincrasia, ¿entendés? Nunca pensar en el futuro, bah, tiremos toda la mugre acá, ¡se la va a llevar el río! Nunca pensar en las consecuencias, mejor dicho. Un país de irresponsables.” (“Bajo el agua negra”)
También encontramos a mujeres desesperadas que no saben cómo
dejar a sus maridos, o esas chicas algo brujas medievales que se queman a lo
bonzo como venganza contra los maltratadores, y ya sabemos que la venganza de
las féminas provoca pavor desde tiempos inmemoriales.
“¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?” (“Las cosas que perdimos en el fuego”)
Sin duda es llamativo cómo reelabora las leyendas populares
o urbanas propias de Argentina y ese aire local que tanto me recuerda a mi
adolescencia de pueblo de provincia (“El perro se había vuelto loco, les suele
pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado
chico para el tamaño del cerebro”, en “La casa de Adela”), o cómo expone la
idiosincrasia de la clase media argentina (“Me parece muy extraño que haya
rubios pobres”, en “Nada de carne sobre nosotras”), pero sobre todo cómo dirige
al lector hacia una expectativa predecible para romperla en el párrafo que
sigue. Creemos que sabemos eso que está a punto de suceder, pero enseguida nos
lleva hacia otro lugar, bastante más lejos de lo que nuestra imaginación,
conducida como niña de pecho, es capaz de anticipar. Sentimos miedo y vergüenza
a un tiempo; nos reímos y a la vez nos aterra nuestro propio pudor.
Además el estilo de Mariana Enriquez, preciso, voraz,
violento y a la vez con cierta fresca y directa y también burlona oralidad,
resulta sumamente atractivo. Aunque lo que nos atraiga sea asqueroso,
mugriento, perverso y, lo sabemos, tantas veces verdadero.
“Era aburrido y yo era estúpida. Tuve ganas de pedirle a alguno de los camioneros que me atropellara y me dejara destripada en la ruta, partida como las perras que veía muertas sobre el asfalto de vez en cuando, algunas de ellas embarazadas, con todos los cachorros agonizando a su alrededor, demasiado pesadas para correr rápido y evitar las ruedas asesinas.” (“Tela de araña”)
Afortunadamente los cuentos de Mariana Enriquez no se
pierden en el fuego: poco queda en nosotros de ese regusto ceniciento que
suelen dejarnos los libros cuando los cerramos y nos olvidamos de ellos. Bien
al contrario: las chispas siguen ahí muchos días después, pues transitar estas
páginas se transforma en una experiencia de lectura inquietante, meditativa,
sorprendente y, ante todo, divertidísima.
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